La piedra que ponías encima

Publicado el 22 de octubre de 2015

La puerta era de color madera, de esas maderas negras de tanto marrón oscuro y de tanto barniz para poder aguantar los inviernos nevados y los veranos tórridos de La Mancha. Al entrar olía a polvo, a humedad porque era planta baja, a los chorizos que la abuela estaba ya preparando y otro olor dulzón que no sabías identificar hasta que no subías a la cámara y veías colgar los racimos de uvas a medio camino de ser pasas. Y cuando te sentabas en la mesa todos los sabores del pueblo se hacían presentes: las morcillas, la panceta, las longanizas, el queso manchego, el pan que jamás volverás a probar igual en ningún otro lugar, y el agua dulce de tan mineral. Y en ese momento no sabes si vender o no la casa de la abuela. Que si está muy lejos, que si ya no vamos nunca, que si cuesta mucho mantenerla, que si qué bien nos iría ahora un dinerillo, que si el tío Antonio ya ha vendido, que si nos ahorraríamos hacer el váter de obra, que si, que si, que si… Y entonces me acuerdo de la cuadra donde teníamos que salir a mear, a cagar, a vomitar las grasas del pueblo que nuestro estómago de ciudad no admitía. Me acordé de aquella piedra que había que poner encima, cuando hacías, para que tus padres y tus hermanos no la pisaran porque la linterna que cogía el papá no alumbraba nada y mis hermanos alumbraban a los ojos para fastidiar, en vez de al suelo para ver lo que pisabas… Y, aunque no quisieras, llegaba el lunes, y todos a Valencia, con tu váter sin piedra, tu ducha de agua caliente, tu sofá, tu tele, tus amigos de ciudad que no llevan el “la” delante del nombre y tu rutina. Y el recuerdo de la piedra que ponías encima me hace pelearme con toda mi familia, al decidir quedarme para mí la casa de la abuela.

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