Mar salvaje

Publicado el 5 de febrero de 2024

El mar revuelto estaba salvaje esa mañana. Casi sacado de una pintura de Sorolla. Con sus remolinos espumados, las siluetas recortadas ante los antipáticos visitantes. Un pescador cosiendo su red. Olas bramando como notas musicales, en una ruidosa ostentación de frustración. Un movimiento mecánico de ironía. Ahí era. Me sentía como en casa. El mar me susurraba bajito, como un contador de ideas absurdas. Yo, tumbada en un mullido colchón de arena húmeda, con hambre de justicia y dignidad. Aquella mañana sin calor me sentía enóloga experta en esas sustancias de embriaguez. Borracha de vacilación inconstante. Sensible de emociones fuertes. Abrasada la piel como con lejía. Vulnerable ante toda la inmensidad. Un arroyo incontenible de sinsentidos. Ya me dijo mi psicóloga que cuando me sintiera así evitara la atracción que ejerce el mar. Que me distrajera con algo bonito, como una caricia por el pelo de mi perra, un abrazo de un ser querido o un paseo por un bosque de pinos y piñas. Todo, menos acercarme al mar. Y lo he intentado; ese día incluso había ido a acariciar el pelo de una oveja, saltando la verja de la vecina, expresando de viva voz las emociones positivas que sintiera. Un arte que me cuesta normalmente. Lo invoco como un patinador deslizándose por la autoestima, la paz, la alegría. Pero, a renglón seguido, tropiezo con la ansiedad, la angustia, la desesperación, aun llevando las gafas de la positividad. Pero esa mañana ya no había espacio a filosofar. Aquella mañana el mar me sedujo con toda su atracción.

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