El viejo transistor del abuelo Patricio
Publicado el 13 de febrero de 2021
Patricio siempre ha sido el objetivo de las burlas de su entorno. Empezó muy pronto, en el colegio, y es que su nombre ya no se estilaba cuando él nació pero en su familia siguieron manteniendo la tradición de llamar Patricio a todos los primogénitos. Patricio Hernández Calatayud. Y todos «Patricia, Patricia… », en fin, pronto se acostumbró a las burlas tontas pero esto le cambió el carácter. Se hizo reservado, huraño, tal vez malpensado.
Pasaron los años y en el instituto aún se burlaban más. Y es que el amigo de Bob Esponja es una estrella de mar que se llama Patricio. Y además es ridículamente tonto. Todos le cantaban al pasar «Bob Esponja, Bob Esponja, Bob Esponja ya llegó»… Lo que le faltaba a nuestro Patricio, un adolescente malhumorado y tímido al que no le gustaban un pelo las bromas.
Patricio huía de los compañeros, se reservaba para sí mismo. Incluso en casa estaba empezando a dejar de hablar. Iba todo el día como alma en pena, pegada la oreja a un pequeño transistor que le aislaba de un mundo que no entendía. Sus padres estaban empezando a preocuparse. Llegaron a pensar si llevarlo a terapia de habilidades sociales pero él no quería relacionarse sino que le dejaran en paz.
Empezó a sacar malas notas, y el fracaso todavía hacía de él un niño más inseguro. Lo único que lo relajaba era escuchar ese viejo transistor, de grises metalizados que clareaban en el plástico amarillo y que le había regalado el abuelo Patricio hacía ya muchos años. Siempre llevaba encima esa pequeña radio, un aparato fuera de lugar y de tiempo que escondía en la mochila o llevaba en un bolsillo de la chaqueta o entre la ropa de deporte. Era lo único que le hacía sentirse bien: escuchar voces anónimas que muchas veces expresaban emociones similares a las suyas, sentimientos que él ocultaba y en cambio otros podían compartir.
Buscaba el tacto de la pintura metalizada dejando paso al plástico suave, desgastado, de los minúsculos agujeritos de aquel altavoz que no era ni estéreo, de aquella antena estrecha cuyo final redondo le permitía hacerla girar una y otra vez, hasta que calmaba sus nervios o lograba reconfortarse. Todo daba igual en esos momentos.
Un día desapareció el transistor del abuelo Patricio en el instituto, una racha de muy mala suerte, aunque no fue la suerte quien la hizo desaparecer, sino los burlones de turno que habían visto en ese pequeño aparato, completamente anacrónico, otro punto débil de Patricio, además de su nombre, de ser cada vez más tímido e inseguro y de identificarse con una ridícula estrella de mar. Patricio entró en crisis.
No podía respirar, le faltaba el aire y el corazón le fue cada vez más lento. Cuando llegó la ambulancia estaba casi en parada respiratoria, o al menos eso dijeron en casa los compañeros de Patricio que aquel día todos habían sido amables con él, según contaron.
En el tiempo que estuvo ingresado pasó de la vida a la muerte en varias ocasiones y en uno de esos trasvases volvió a encontrar al abuelo Patricio que le devolvió su pequeño transistor. El abuelo estaba igual que siempre, con su pantalón de pana marrón, su camisa azul que parecía gris y su pajita en la boca. Le hablaba también como si el tiempo no hubiera pasado, «Patricio, hijo, ¿escuchas estas voces? Parece que nos hablan solo a nosotros» y esta vez añadió algo más, unas palabras que no había pronunciado antes de morir y seguro que se quedó con las ganas de hacerlo y por eso había venido ahora a terminar aquella tarea pendiente. «Escucha estas voces, que te hablan a ti, y son sinceras y verdaderas y no escuches las otras, las que hablan de burlas, de reproches, de ironías y malas intenciones. Busca a tu alrededor personas que te hablen así, como las que salen de nuestro viejo transistor».
Y aquel día Patricio pudo respirar, su corazón empezó a funcionar por sí mismo y el pequeño transistor apareció por arte de magia en la mesilla de su habitación en el hospital. Nadie supo cómo había llegado hasta allí. Pensaron en algún chaval del instituto, arrepentido de la fechoría, e incluso hubo quien aseguró que el mismo abuelo Patricio había venido del más allá para devolvérselo a su dueño. Pero lo que sí fue evidente es que esa misma noche nuestro Patricio empezó a dialogar con su madre, con el enfermero, con tres compañeras del instituto que se interesaron por él. Tenía que encontrar a su alrededor las voces sinceras que había aprendido a escuchar en el viejo transistor del abuelo Patricio.
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