La obsesión de Roland
Publicado el 6 de noviembre de 2009
Roland, cuando se levantó aquella mañana del 28 de septiembre de 1998 no podía saber que iba a ver truncados para siempre sus 17 años hasta ahora de felicidad. Era su cumpleaños y mientras sus padres preparaban delicadamente la sorpresa que creían que jamás olvidaría, Roland quedó solo en casa. No era la primera vez. Desde que cumplió 15, en algunas ocasiones lo dejaban para ir sus padres al cine o a cenar, en el chalet de tres plantas, a las afueras de Dijon, donde vivían los tres. Marcel y Annabelle colmaban a su pequeño de mimos y cuidados para prodigar en él sus anhelos fraternos y para calmar también su conciencia inquieta. Aquella mañana igualmente iba a ser para ellos el final de la alegría, aunque también el principio de ese estado inexplicable en el que puedes volver a conciliar el sueño.
Roland, como decíamos, se encontraba solo en su chalet, como algunas otras, aunque pocas, veces. Entre cd y cd de los Tool escuchó un leve gemido, como de gato, en el segundo sótano de su casa. Siempre había pensado que su chalet era el único con dos sótanos aunque sus padres nunca le dejaban bajar a él. Le protegían de un más que probable ataque de asma por la abundante humedad de aquel doble entierro.
Convencido de que algún cachorro se había colado en el subterráneo atravesó el primero de los sótanos, donde encontró los trastos que esperaba, de tan conocidos, y se encaminó a la puerta que nunca se había parado ni a mirar, seguro de que nada podía haber ahí abajo de su interés, mas que un contundente ataque asmático. Encontró la puerta asegurada con un candado y ninguna llave a mano para poder abrirla. En 17 años fue la primera vez que desconfió sobre alguna consigna paterna y acechó todos los rincones en busca de aquella llave, mientras seguía cansino el maullido subterráneo. Entonces, los faros del coche de sus padres le sorprendieron en la búsqueda. Como un pequeño, pillado comiendo golosinas, trató de inventar una mentira que sus padres, por no ser una conducta conocida, dieron por buena.
La fiesta de cumpleaños fue espléndida, tal como todos esperaban, pero el corazón del hogar quedó congelado cuando Roland preguntó a su madre por la llave del segundo sótano. Quería llevar allí a sus amigos, para continuar un juego de fantasmas que habían inventado. En ese momento, de forma atropellada y confusa le entretuvieron, haciéndole creer que hacía años que la habían extraviado y no habían vuelto a bajar. Pero Roland no se contentó con esa respuesta y cuando todos se acostaron buscó por todas partes hasta encontrar algún indicio que resolviera sus dudas, sin saber que su curiosidad cambiaría la vida de su familia para siempre.
En el primer sótano, entre herramientas y recambios encontró una vieja llave que podría abrir aquel cerrojo, y quedó muy decepcionado al ver que no eran compatibles. Pero al acercarse para intentar encajar la llave en la cerradura, el gemido que había estado escuchando al otro lado de la puerta fue cada vez más perceptible. No podía entender qué eran esos quejidos y ya se había dado cuenta de que no podía esperar que sus padres se lo explicaran. Cogió unos alicates y rompió el candado con menos esfuerzo del que esperaba. Evidentemente sus padres no creyeron que algún día intentaría abrirla o, tal vez, inconscientemente, estarían deseando que lo hiciera.
Entonces Roland supo por primera vez en su vida lo que era el miedo. Un escalofrío lento y helado le recorrió hasta el centro del estómago y ahí se instaló en forma de un terror que le paralizaba: unos instantes en los que el tiempo se inmovilizó ante la duda. ¿Qué habría ahí abajo? ¿Por qué sus padres le protegían de ello? ¿No sería mejor volver atrás y olvidarlo todo? Pero entonces el quejido subterráneo se volvió lamento y la curiosidad pudo más que la prudencia. Nunca en su vida podría olvidar lo que vio, por más que lo intentara, y sabemos que lo hizo, con todas sus fuerzas.
En el segundo sótano de su acogedor hogar, Roland no pudo encontrar más que un hedor insoportable y una penumbra sólo rota por aquel quejido que se había convertido en un chillido estridente y amargo. A tientas trató de alcanzar la fuente del sonido y entre excrementos y podredumbre encontró una mirada suplicante y atroz. Al principio pensó que era aquel animal que maullaba pero después descubrió que esa figura amorfa, casi transparente y del todo nauseabunda le devolvía una imagen demasiado familiar.
No estaba preparado para contemplar aquello, pero ese lamento suplicante y esa mirada aterrada y aterradora le tenían atorado mientras trataba de descifrar entre los pocos pensamientos lúcidos que le quedaban qué podía ser ese ser vivo que parecía un intento de persona echado a perder antes de formarse: lo único que tenía de un tamaño apropiado era una cabeza sin nada de cabello sujeta a lo que podría haber sido un esternón de no estar cruzado por una enorme cicatriz que le encogía sobre sí mismo. Los delgadísimos brazos y piernas parecían desproporcionadamente pequeños pero después apreció que no eran más que miembros atrofiados por la falta de movimiento. Pero lo que Roland necesitaba saber para continuar viviendo era por qué aquella cosa tenía su misma cara.
Cuando Marcel y Annabelle se despertaron sobresaltados entre gritos, gemidos y zarandeos, el hedor del segundo sótano les dio la respuesta, pero ellos aún tendrían que dar muchas explicaciones en aquella larga noche que nunca olvidarían.
Así fue cómo Roland se enteró de que tuvo un hermano que nació pegado a él por el esternón, de ahí sus operaciones y su delicada salud. Los médicos decidieron separarlos y al segundo no le daban ninguna esperanza de vida. Se llevaron a los dos a casa pero los quejidos de su hermano, debidos seguramente al dolor de la muerte cercana, eran insoportables para todos y a los pocos meses lo llevaron a dormir al sótano. Aún allí lo oían y antes de que cumplieran un año, mandaron construir un segundo sótano para aislar al pequeño al que creían agonizando, aunque una vez a la semana bajaba Marcel a llevarle comida y agua.
– ¿Y cómo se llama mamá?
– Lucas
– ¡Lucas!
– Le íbamos a poner Lucas, pero no llegamos a bautizarle.
Y Lucas expiró allí mismo, en los brazos de su hermano Roland, 17 años y un día después de que le diagnosticaran la muerte: el tiempo necesario para que Roland se llenara del resentimiento que no había en el rostro de su hermano sin vida, aquella noche del 29 de septiembre que jamás ha podido borrar de su memoria.
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