Las mierdas de toda Valencia
Publicado el 22 de enero de 2012
Sento levanta su bastón cada tres golpes en el suelo, por si hay una farola. Un, dos, tres, levanta; un, dos, tres, levanta. No quiere llevar sus gafas negras; a él no le hacen falta. Pero su madre insiste todos los días, e incluso sale al ascensor a llevárselas, si alguna mañana se le olvidan conscientemente. Imagina que debe de tener los ojos muy feos, o blancos, o rayados o turbios, o a saber qué. Sento tiene 16 años y envidia profundamente a sus dos hermanos, y no sólo porque ellos pueden ver sino porque no tienen que escuchar a su madre cada día al salir:
– Sento, las gafas…
Y al entrar:
– Sento, las zapatillas…
Y Sento, también todos los días:
– Pero ¿por qué yo? Mis hermanos no tienen que quitarse las zapatillas cada vez que entran en casa…
Y su madre, todos los días:
– ¡Porque tus hermanos no me chafan las mierdas de perro de toda Valencia!
Tod@s somos Nicole
Publicado el 15 de diciembre de 2011
Juan de Dios Barreira Pons, ese jefe de dirección potentado en el séptimo piso, emerge del ascensor con arrolladora prepotencia, mientras Nicole, esa máster en dirección de empresas, a la que nunca ha dejado de llamar secretaria, se apresura a someterse ante él, con esos diez centímetros de tacón que la rebajan a un rincón de la autoestima infestado de machismo.
Juan de Dios Barreira Pons, con los bolsillos llenos y la conciencia inmaculada, no tiene más que alzar la ceja derecha para que Nicole se precipite sin remedio a colmar sus deseos: esta vez es sólo un café.
Casilda
Publicado el 18 de noviembre de 2011
El comisario Pérez afronta la cuesta con un esfuerzo helado que se le pega en el cuello. Mentalmente va repasando las pistas que ha ido recopilando, sin darse cuenta del reguerillo de moco, húmedo y caliente, que le surca ya la comisura del bigote. La joven víctima se llamaba Casilda, según ponía en el pasaporte desgastado y maloliente que le encontraron. La chica parecía tener unos 26 años y desde hoy Pérez sabe que jamás podrá borrar de su recuerdo el rostro de la bella durmiente; la palidez de la muerte luchando contra un rojo fantasmal en los labios y esa tersura de algodón que no pudo evitar acariciar, aun a riesgo de contaminar las pruebas. ¿Cuántas veces censuró a su compañeros gestos más inocentes que el suyo? Pérez trata de desterrar estos pensamientos con una sonrisa altiva al viento húmedo de tramontana que le devuelve a su infancia, con olor a romero y ajedrea. Necesita recordar quién es y, como un tic incorregible, rebusca entre los bolsillos. ¡A ver si lo encuentra! Sí, ahí está… la manzanilla seca que cogió el fin de semana del patio de su madre y que todavía lleva en el bolsillo trasero del pantalón, porque hace cinco días ya que no se ha cambiado de ropa. Casilda, Casilda, Casilda: le traicionan sus propios oídos. Cansado de divagar sin rumbo fijo, Pérez regresa a casa. Por fin se da una ducha, con el agua ardiendo, que le deja la piel manchada de ronchas rojas, como un flagelo necesario contra los pensamientos impuros. Distraído al pelar una manzana se rasga la piel del pulgar izquierdo y una horizontal roja, caliente y afilada le lanza el rostro níveo de Casilda, arrancado de su cuerpo por algún maldito macabro que Pérez se muere por descubrir. Entre sudores fríos y alucinaciones el comisario consigue conciliar el sueño, cerca de las cinco de la madrugada. Y como no podía ser de otra manera, Casilda, como cada una de las cinco noches que han pasado desde el día que descubrió su cadáver, se le vuelve a aparecer. Esta vez, es una grotesca sirena que le solloza al oído: por favor, por favor, véngame. Y Pérez se despierta de nuevo con el olor a muerta pegado a su cama.
Aprendiendo a decir «basta»
Publicado el 5 de noviembre de 2011
Porque la niña de la falda de colegiala no sabe que la estoy mirando. Porque me recuerda a mí misma. Porque un día no supo dónde caminar y sin embargo continuó haciéndolo, sin darse cuenta, sin decidir dónde poner el siguiente pie. Y caminó y caminó y caminó hasta que los pies se le agrietaron y comenzaron a caerle las uñas, negras de tanto caminar. Y nunca supo qué hacer con esos pies que jamás le obedecieron porque ella siempre quiso frenar de golpe. Siempre quiso decir basta y nunca se atrevió. Y fueron sus pies, agrietados y sin uñas los que un día dijeron que ya no caminaría más en contra de su voluntad. Y entonces paró. Y aquí me encuentro, en ese momento en el que detrás se oye el fracaso, delante te persigue el futuro y aquí, ahora, es mejor dejar de respirar. Porque la niña con la falda de colegiala no sabe que ella, como yo, tampoco dejará de caminar, hasta el día que aprenda a decir basta.
El príncipe rosa o la princesa azul
Publicado el 13 de septiembre de 2011
Érase una vez un príncipe rosa que se engulló de un trago todas las perdices. La princesa fue a socorrerlo pero se lo impidió una tierna abuelita que perseguía incansable al lobo por todo el bosque, ayudada por los siete enanitos armados con siete espejos mágicos. La princesa jamás encontró al príncipe atragantado, y mira que lo intentó. Y es que las tres haditas se durmieron para siempre con el huso de la rueca de la bella durmiente y no hubo quien les diera su primer beso de amor. Con los años, la princesa aprendió a valerse por sí misma y aunque se enamoró perdidamente del ogro feroz nunca se lo dijo, pues no estaba dispuesta a renunciar a su recién estrenada libertad por unos simples zapatitos de cristal.
Nueve letras
Publicado el 22 de agosto de 2011
Mi vida se me quebró entre las manos aquel 19 de mayo cuando recibí esta carta que leo y releo una y otra vez con la ilusión de que este papel se deshaga ante mi imaginación quedando todo en una macabra pero inocente pesadilla. Y en cambio sigue entre mis dedos recordándome el día que la leí por primera vez: todas las palabras se me borraron ante mi vista incrédula y sólo una, agresiva y virulenta, se me echaba encima con voraz prepotencia. La D mayúscula se me clavó en el entrecejo. La e saltó del papel para golpear mis sienes. La s susurró con ironía una nana macabra. La a quiso ahogarme con sus garras cuando la h saltó directa a mi yugular. La u fue más noble, aunque no pudo evitar desgarrarme el alma. La c, con malas artes, se desprendió de la carta firmada por el banco hasta dejarme sin respiración. La i, como un cuchillo, se me quedó dentro, cuando la o, un proyectil envenenado, se me instaló en el corazón. Era el desahucio, del que ni mi vecina ni esas asociaciones con tantas siglas, ni los indignados de mi barrio me han podido librar. Esta noche duermo en la calle, con nueve letras prendidas para siempre de mi apellido.
La vida
Publicado el 17 de julio de 2011
En el tercer escalón de la izquierda encontrarás la clave. Cuatro pasos más allá será donde se esconda el jeroglífico que dará paso a las cinco puertas. Tendrás que encontrar la verdadera y podrás abrirla con la palabra mágica que sólo averiguarás al salir con éxito del laberinto. Tras la puerta llegará el puente, el desierto, la cueva de arañas, la selva tropical y la jungla de cemento. Entonces seguirás caminando tratando de encontrar el tesoro. Y el tesoro estará escondido donde estuvo siempre, detrás de los hilos de la sabiduría, y cuando lo hayas encontrado no te quedarán más que tres días para hallar la felicidad, y con ella la muerte… Así es la vida.
Olvido
Publicado el 12 de junio de 2011
Una corriente fría, inesperada de junio, entra por la ventana de la mujer deshabitada y se cuela directa en su almohada para recordarle de golpe todos los años que olvidó y que ya no recuerda porque no quiere hacerlo, desnudando su esencia y destapando los deseos que quiso enterrar en el abismo insondable de su abandono, justo cuando la persiana cae de repente y su vida vuelve a hacerse añicos ante la mirada atónita de quien ya vuelve a recordar que un día de junio, de hace ya muchos años, comenzó a olvidar.
Destino
Publicado el 30 de mayo de 2011
Dentro del calcetín rojo de hombre guardó la mujer el estrépito de la casualidad. Condujo muchas horas bajo la lluvia, con la maleta llena de rayos y margaritas. La luna de plástico era su única compañía. Don Giovanni, su banda sonora, Orlando, su destino.
El síndrome del hermano mayor
Publicado el 13 de mayo de 2011
Acomoda a su padre en la cama. Son las diez menos veinte, la hora en la que había quedado con María. Una vez más su hermano se ha salido con la suya y Antonio recuerda una tras otra todas las trastadas que le ha hecho, como aquella Semana Santa en la que le dejó sin coche o cuando intercambió las notas de física y le tocó a él examinarse en septiembre. Son las diez menos cuarto y María ya se habrá ido a casa. Las diez menos cinco y la inyección de morfina.