Aquella hormiguita

Publicado el 8 de enero de 2010

No hace mucho alguien me preguntó con qué imagen de mí misma me reconocería. Yo le dije que soy una pequeña hormiguita escalando una montaña blanca de azúcar que se va deshaciendo a su paso haciéndole caer y resbalar una y otra vez. La negra y minúscula hormiguita, con demasiado esfuerzo llega hasta arriba del todo, casi blanca ya de tantos años, de tanto polvo de azúcar. Hoy, me recuerdo con cinco o seis años, jugando a las carreras de hormigas con mi yayo Juanito y mis hermanos. Cada uno se identificaba con una hormiga del campo y la que llegaba primero a la meta imaginaria hacía ganar la carrera a su dueño. Creo que yo nunca gané y por eso todavía sigo identificada con mi hormiga, hasta que consiga llegar a la meta.

Mi amiga la mariquita

Publicado el 23 de diciembre de 2009

La mariquita se encontró sola en el bosque. Se hizo de noche y el frondoso hogar donde vivía se le echó encima como los brazos de un fantasma envuelto en un viento frío y oscuro. La pequeña mariquita no sabía más que temblar, esperando los rayos que volvieran a calentar su temperamento y desterrar su inquietud. Y aquella noche cerrada se iluminó de repente. La mariquita reconoció a la luciérnaga que intentaba que la oscuridad fuera más llevadera para todos sus amigos. Y así fue, la luz había vuelto y la pequeña mariquita ya no tenía miedo, ni más soledad. Así me encontraba yo hace un par de días.

Exilios

Publicado el 9 de diciembre de 2009

Antonia se ha levantado esta mañana con la boca reseca, margen callado de las montañas de allá que nunca se quejan. Hoy rechinaban sus dientes con el frío del norte que ya no siente porque hace mucho tiempo que regresó, y sin embargo aún se quejan sus huesos del helor austriaco que un día dejó atrás creyendo que volver a su tierra era un deseo y que por fin calentaría su cuerpo ya cansado. Y aquí, ahora, añora el frío y también a Warner, y por eso se levanta con las montañas de allá resecando su boca.

Mal augurio

Publicado el 30 de noviembre de 2009

Se ha roto el jarrón, mal augurio. Ramón vendrá borracho. Mira el gato, se ha sentado en su sillón. Mejor. Pero Luci, no le esperes, tonta, si ya no vuelve. ¿No te acuerdas, que se ha ido? Sí, ya me acuerdo. Pero, ¿por qué se ha roto, entonces, el jarrón?

¿Y mi destino?

Publicado el 30 de noviembre de 2009

La muchacha del pantalón blanco corría y corría para alcanzar el tren. Cuando rozó con sus yemas el frío del hierro no pudo más y dejó de correr. Ningún pasajero llegó a su destino.

Cada día

Publicado el 13 de noviembre de 2009

Cada mañana Aurora redibuja su entusiasmo ante el espejo. Cada tarde define sus anhelos. Cada noche, los sabe inalcanzables.

La obsesión de Roland

Publicado el 6 de noviembre de 2009

Roland, cuando se levantó aquella mañana del 28 de septiembre de 1998 no podía saber que iba a ver truncados para siempre sus 17 años hasta ahora de felicidad. Era su cumpleaños y mientras sus padres preparaban delicadamente la sorpresa que creían que jamás olvidaría, Roland quedó solo en casa. No era la primera vez. Desde que cumplió 15, en algunas ocasiones lo dejaban para ir sus padres al cine o a cenar, en el chalet de tres plantas, a las afueras de Dijon, donde vivían los tres. Marcel y Annabelle colmaban a su pequeño de mimos y cuidados para prodigar en él sus anhelos fraternos y para calmar también su conciencia inquieta. Aquella mañana igualmente iba a ser para ellos el final de la alegría, aunque también el principio de ese estado inexplicable en el que puedes volver a conciliar el sueño.
Roland, como decíamos, se encontraba solo en su chalet, como algunas otras, aunque pocas, veces. Entre cd y cd de los Tool escuchó un leve gemido, como de gato, en el segundo sótano de su casa. Siempre había pensado que su chalet era el único con dos sótanos aunque sus padres nunca le dejaban bajar a él. Le protegían de un más que probable ataque de asma por la abundante humedad de aquel doble entierro.
Convencido de que algún cachorro se había colado en el subterráneo atravesó el primero de los sótanos, donde encontró los trastos que esperaba, de tan conocidos, y se encaminó a la puerta que nunca se había parado ni a mirar, seguro de que nada podía haber ahí abajo de su interés, mas que un contundente ataque asmático. Encontró la puerta asegurada con un candado y ninguna llave a mano para poder abrirla. En 17 años fue la primera vez que desconfió sobre alguna consigna paterna y acechó todos los rincones en busca de aquella llave, mientras seguía cansino el maullido subterráneo. Entonces, los faros del coche de sus padres le sorprendieron en la búsqueda. Como un pequeño, pillado comiendo golosinas, trató de inventar una mentira que sus padres, por no ser una conducta conocida, dieron por buena.
La fiesta de cumpleaños fue espléndida, tal como todos esperaban, pero el corazón del hogar quedó congelado cuando Roland preguntó a su madre por la llave del segundo sótano. Quería llevar allí a sus amigos, para continuar un juego de fantasmas que habían inventado. En ese momento, de forma atropellada y confusa le entretuvieron, haciéndole creer que hacía años que la habían extraviado y no habían vuelto a bajar. Pero Roland no se contentó con esa respuesta y cuando todos se acostaron buscó por todas partes hasta encontrar algún indicio que resolviera sus dudas, sin saber que su curiosidad cambiaría la vida de su familia para siempre.
En el primer sótano, entre herramientas y recambios encontró una vieja llave que podría abrir aquel cerrojo, y quedó muy decepcionado al ver que no eran compatibles. Pero al acercarse para intentar encajar la llave en la cerradura, el gemido que había estado escuchando al otro lado de la puerta fue cada vez más perceptible. No podía entender qué eran esos quejidos y ya se había dado cuenta de que no podía esperar que sus padres se lo explicaran. Cogió unos alicates y rompió el candado con menos esfuerzo del que esperaba. Evidentemente sus padres no creyeron que algún día intentaría abrirla o, tal vez, inconscientemente, estarían deseando que lo hiciera.
Entonces Roland supo por primera vez en su vida lo que era el miedo. Un escalofrío lento y helado le recorrió hasta el centro del estómago y ahí se instaló en forma de un terror que le paralizaba: unos instantes en los que el tiempo se inmovilizó ante la duda. ¿Qué habría ahí abajo? ¿Por qué sus padres le protegían de ello? ¿No sería mejor volver atrás y olvidarlo todo? Pero entonces el quejido subterráneo se volvió lamento y la curiosidad pudo más que la prudencia. Nunca en su vida podría olvidar lo que vio, por más que lo intentara, y sabemos que lo hizo, con todas sus fuerzas.
En el segundo sótano de su acogedor hogar, Roland no pudo encontrar más que un hedor insoportable y una penumbra sólo rota por aquel quejido que se había convertido en un chillido estridente y amargo. A tientas trató de alcanzar la fuente del sonido y entre excrementos y podredumbre encontró una mirada suplicante y atroz. Al principio pensó que era aquel animal que maullaba pero después descubrió que esa figura amorfa, casi transparente y del todo nauseabunda le devolvía una imagen demasiado familiar.
No estaba preparado para contemplar aquello, pero ese lamento suplicante y esa mirada aterrada y aterradora le tenían atorado mientras trataba de descifrar entre los pocos pensamientos lúcidos que le quedaban qué podía ser ese ser vivo que parecía un intento de persona echado a perder antes de formarse: lo único que tenía de un tamaño apropiado era una cabeza sin nada de cabello sujeta a lo que podría haber sido un esternón de no estar cruzado por una enorme cicatriz que le encogía sobre sí mismo. Los delgadísimos brazos y piernas parecían desproporcionadamente pequeños pero después apreció que no eran más que miembros atrofiados por la falta de movimiento. Pero lo que Roland necesitaba saber para continuar viviendo era por qué aquella cosa tenía su misma cara.
Cuando Marcel y Annabelle se despertaron sobresaltados entre gritos, gemidos y zarandeos, el hedor del segundo sótano les dio la respuesta, pero ellos aún tendrían que dar muchas explicaciones en aquella larga noche que nunca olvidarían.
Así fue cómo Roland se enteró de que tuvo un hermano que nació pegado a él por el esternón, de ahí sus operaciones y su delicada salud. Los médicos decidieron separarlos y al segundo no le daban ninguna esperanza de vida. Se llevaron a los dos a casa pero los quejidos de su hermano, debidos seguramente al dolor de la muerte cercana, eran insoportables para todos y a los pocos meses lo llevaron a dormir al sótano. Aún allí lo oían y antes de que cumplieran un año, mandaron construir un segundo sótano para aislar al pequeño al que creían agonizando, aunque una vez a la semana bajaba Marcel a llevarle comida y agua.
– ¿Y cómo se llama mamá?
– Lucas
– ¡Lucas!
– Le íbamos a poner Lucas, pero no llegamos a bautizarle.
Y Lucas expiró allí mismo, en los brazos de su hermano Roland, 17 años y un día después de que le diagnosticaran la muerte: el tiempo necesario para que Roland se llenara del resentimiento que no había en el rostro de su hermano sin vida, aquella noche del 29 de septiembre que jamás ha podido borrar de su memoria.

Remedios

Publicado el 30 de octubre de 2009

Remedios subió al tercero, con las bolsas de la compra tirando de su rutina. Cada escalón le torturaba con los kilos que debía perder y que ella se empeñaba en mimar, a pesar de todo. Ya no los volvería a subir, ni a bajar en siete días; su repetida semana de reclusión sin llamadas, sin conversaciones, sin visitas, sin hijos, sin sus dos nietas redonditas que ya no le traían; con su tele, su punto de cruz y su chocolate. Remedios subió al tercero y ya no bajó. Dos semanas tardaron en encontrarla, cuando Paquita, la del ultramarinos, notó la ausencia de Remedios, la clienta de todos los martes.

Nadie

Publicado el 23 de octubre de 2009

Sofía se estremece con un viento frío que le despeina el alma. Sobre ella ha pasado de largo la felicidad desplegando las alas del menosprecio y los celos. Las paredes de la cafetería, de un naranja chillón, le gritan a la cara sus miedos; y Sofía parece clavada a la silla en la que él la ha dejado. Las palabras que acaba de escuchar todavía resuenan en el aire: “Mi mujer nos ha pillado; tenemos que dejarlo”.

Más allá de la soledad

Publicado el 14 de octubre de 2009

La taza me ardía entre las manos casi congeladas; el café hirviendo me calmaba el helor del cuerpo pero no había nada capaz de derretir la rabia que se me había incrustado más allá de la soledad. Mi casa, ahora fría y vacía, me atrapaba en los cálidos recuerdos que nunca volverían. Ella se había ido dejando para siempre un hueco helado dentro mismo de mis entrañas que, ni siquiera en los momentos en los que creía no recordarla, he podido templar. Mi café me abrasaba por fuera y me entumecía por dentro.