Unas alas mojadas

Publicado el 29 de diciembre de 2008

Y jugueteando entre las flores del jardín de Otoño, Amelia se cayó de bruces en el estanque. Sus alas se mojaron y Fauno pensó que ya nunca podría volver a volar. Amelia pertenecía al reinado del Día y allí todos volaban. Siempre le habían advertido que podía lavar sus alas en la cascada, pero nunca debía sumergirlas en el estanque. Y no lo había hecho. Hasta ese día. Fauno le contó que detrás de la muralla del sol estaba el reinado de la Noche y allí los habitantes no podían volar, solo andaban con los pies y no tenían alas. Amelia pensó que si sus alas no funcionaban quedaría desterrada al reino de la Noche, así que las agitó cuanto pudo, para conseguir quedarse en el Día. Pidió a su amigo Fauno que le acercara lo más posible al sol para secarse del todo y tanto se acercó que pudo espiar durante unos segundos el reinado de la Noche. Y era cierto, sus habitantes solo andaban. Pero eso no era lo peor: su aire tenía color, gris ceniza, y se movían en unas cosas que echaban mucho aire gris. Además todos parecían tener mucha prisa y se chocaban los unos con los otros. Amelia no quería, por nada del mundo, vivir en un sitio así y tanto se acercó al sol para secar sus alas que Fauno tuvo que estirar de ella para que no se quemara. Y es que ¿qué podría haber peor que no poder volar?

Donde duele el silencio

Publicado el 23 de diciembre de 2008

El viento ruge tras los cristales del ventanal. Tremendos abedules se agitan en el valle mientras en el interior la calma me ahoga. El silencio se hace gigante y echo de menos la vida. Mis entrañas me atenazan junto al recuerdo de sus risas, sus gritos, sus pecas. Y otra vez el silencio aterrador que me arrastra hacia la desaparición. Las lágrimas se agolpan en mi memoria y ya no las puedo retener más. Brotan con desesperación maternal. Y cuando me conmueve ya  la ilusión vuelvo a ver su figurilla saltarina entre los abedules, el viento ha cesado y no sé si ha terminado el arresto o estoy delirando.  

Certeza

Publicado el 16 de diciembre de 2008

Patricia se recuesta en el asiento del autobús. Los pies le pesan tanto como cuando llevaba los esquís o quizá más. Roberto está a su lado, dormido, silbando suaves ronquidos al ritmo oscuro del motor. Ella sabe, con la certeza que da la juventud, que nunca olvidará este viaje. Roberto ha sido su pareja todo el tiempo: cogidos por la cintura en el supermercado, juntos en el telesilla, uno pegado al otro en la habitación del hotel. Pero no han hablado del regreso, no han pensado qué serán cuando este autobús se detenga por última vez. Patricia cierra los ojos, de agotamiento, pero no quiere dormir porque sabe que cuando despierte su sueño se habrá terminado. Y despierta al recorrer las calles reconocidas. El peso de sus pies le arrastra hasta la negación. Y ahí está su novio esperándola, mientras le da un beso acalorado de bienvenida y ella mira de reojo al profesor de gimnasia abrazando a su mujer, y sabe que nunca olvidará este viaje.

¿Y mi papel?

Publicado el 9 de diciembre de 2008

Mariano mira aburrido la serie de turno en antena tres. Una noche más oye a Cecilia recoger los platos en la cocina y siente algo, como una vaga culpabilidad que esconde bajo todos esos siglos de machismo que siempre le han acomodado. Y sin saberlo, es su propio machismo el que le acobarda. Debería hacer su papel. Pero él nunca fue manitas, ni tampoco madrugador. Inseguro se arrellana en su sillón, siempre hostil, evasivo. Y Cecilia le aplasta, con su certeza, su confianza y su tesón.

El relojero

Publicado el 1 de diciembre de 2008

Las viejas rodillas del relojero temblaban hoy más que nunca. Los cincuenta y tres escalones que tenía que defender hasta llegar al campanario parecían esta tarde cincuenta y tres estirones hacia la muerte. El sudor se le helaba en cada peldaño, aterrado por la idea de no volver a subir nunca más. Los vecinos que se agolpaban para despedirle se le antojaban demonios abriéndole paso hacia el infierno.

Códigos ocultos

Publicado el 22 de noviembre de 2008

El código de DX555ab no coincidía con el de JH355xh. La prueba era incorrecta y deberían haberse desechado los productos antes de su desarrollo. Pero esta vez algo había fallado. DX555ab había llegado al proceso de gestación pertinente por méritos propios y estaba orgullosa de la perfección de su fórmula genética. Y, sin embargo, le habían asignado un código erróneo. No podía creer que una inexactitud, a todas luces inviable, fuera a truncar su duplicación. JH355xh nunca había destacado por su formulación genética y el día que se encendió su señal de requerimiento creyó que sería para desconectarle definitivamente. Pero no, allí estaba, frente a DX555ab, aunque no dejaba de escuchar algo acerca de un fallo de código, que el sistema no detectaba. La insistencia de DX555ab y la perplejidad de JH355xh acabaron por convencer al Equipo de gestación Nº127 pese a las anomalías encubiertas por una optimización en la señal principal. Deberían haberse desechado los productos antes de su desarrollo, pero sus códigos entraron en el sistema con antelación a su descarte; el dispositivo de desconexión definitiva ya no funcionaba en ellos. DX555ab y JH355xh esconden ahora, entre los sistemas periféricos, dos productos anomálos sin la función autodestrucción y a saber con cuántas otras disfunciones más.

En pleno vuelo

Publicado el 18 de noviembre de 2008

A decir verdad he estado volando toda la semana, lentamente, asida a la vida por un ojo de curiosa. He aprendido a estudiar desde arriba; sin superioridad, sino acatando el punto de vista cenital, hasta ahora desconocido, prohibido. Una mañana advertí dos mujeres que se abrazaban al cruzar un paso de peatones. Ninguna de las dos se decidía a cruzar hacia la otra, pero sí supieron descargar sus emociones en el momento del encuentro, lágrimas incontenibles en una de ellas, falsamente controladas en la otra. Desde arriba pensé que tal vez llevaban mucho tiempo sin verse, que estuvieron peleadas alguna vez, que una de las dos tenía una enfermedad o acababan de perder un ser querido por ambas. También me encontré desde mi paseo aéreo a una pareja joven, ella y él, que parecían discutir; la chica se levantó de la mesa de la cafetería y él se quedó allí, delante de dos cafés sin probar y con un invisible tembleque en los labios, que pude achacar al miedo a perderla definitivamente, a la rabia de estar con alguien que siempre quiere tener la razón, o a la certeza de oír lo que no se quiere escuchar. Un perro abandonado, al que no pude ver las lágrimas porque no sé si lloran los perros pero en el que pude comprobar todos los síntomas. Y esa madre que daba a su hijo una paliza tremenda, queriendo dársela a sí misma por no haber sabido educar mejor a ese quinceañero, cuando pudo haberlo hecho. Y entonces quise llorar yo, pero aún no he averiguado cómo lloran las palomas.

En qué sintonía

Publicado el 10 de noviembre de 2008

No hace mucho leí que cuando giras por una calle y te encuentras a alguien de frente y te desplazas a la derecha para poder pasar y esa persona también y después a la izquierda y también te sigue y así sucesivamente varias veces, es porque estás en sintonía emocional con esa persona. A veces nos da la risa, otras veces noto que el de enfrente se molesta y otras no nos hemos mirado más que los zapatos. Últimamente me fijo más en la sintonía de con quien me choco. Cuando me tropiezo con una mujer con carrito de la compra que se mea de la risa pienso que ese día estoy risueña, y si es con un anciano maloliente con cara de machista gruñón, miedo me da analizar esa supuesta sintonía conmigo misma. Hoy he tenido una experiencia fuera de lo común y es que me he encontrado en ese choque emocional con una paloma. Ella venía volando, confiada de que la acera era suya, y se ha encontrado en pleno vuelo conmigo, que volvía a casa desterrando la faceta de mamá y apoderándome poco a poco de la mujer independiente. En esto que la paloma, suspendida en el aire, se ha desplazado a cámara lenta hacia la derecha, y yo también, y ella o yo hacia la izquierda, y la otra lo mismo. Al final ha aterrizado brusca en el suelo, en mis pies, y hemos vuelto a hacer la misma operación. Cuando he conseguido doblar la esquina, ya sin mi empática amiga, he soltado una carcajada que habrá asustado al siguiente que hubiera querido encontrarse en mi camino. Primero he pensado que hoy tenía ganas de volar, de ser libre, y eso me ha gustado. También me he planteado la posibilidad de que esta mañana podría solucionar algún conflicto y de ahí mi choque con el símbolo de la paz. Tampoco está mal. Pero pronto he recordado eso que se dice de las palomas que son “las ratas del aire” y la verdad es que no me apetecía demasiado identificarme con un animal infesto al que muchos detestan. Así que prefiero sintonizarme con mis propios anhelos de libertad. La semana que viene os contaré cómo ha ido mi vuelo.

Un cachito de nosequé

Publicado el 4 de noviembre de 2008

Sentada frente al sol de noviembre recuerdo el frío invernal de París, cálido souvenir que deja un regusto melancólico en todos los pelillos de mi piel erizada por el aire helado que dicen que viene del polo pero yo sé que ha llegado desde allí, desde el centro mismo de mi continente, para recordarme lo que he dejado y he debido traer conmigo, y aún no sé porqué me decidí a la triste despedida; esa tierna entrega a la deriva del olvido y la renuncia de la que siempre me arrepiento e intuyo que esta vez pasará, como un clavito descolgado de la pared que poco a poco alguien va estirando hasta que sale del todo, así como me he arrepentido hasta hoy de todos los adioses, de todos los hasta pronto, de todos los ya no te quiero, de todos los hasta nunca, de todos los hasta siempre, que son los peores porque mantienen una esperanza de reencuentro que nunca llega y se acaban quebrando en el centro del alma dejando dentro un cachito de nosequé entumecido que duele con el frío, sobre todo con este frío del mes de noviembre que recuerda al frío invernal de París.

Pisadas

Publicado el 24 de octubre de 2008

Las dos de la mañana. Sara ha dado ya demasiadas vueltas en la cama, suficientes para saber que esta noche no va a dormir. La almohada, despachurrada; ella, comprimida. No le hace falta leer el mensaje del móvil que ya se sabe de memoria: «oy estabs guapísima no creas ke no me e fijado». Necesita beber algo. Sale descalza de la habitación para no hacer ruido y baja los peldaños de la escalera de puntillas, huidiza, avergonzada. El frío del terrazo le devuelve la razón por unos instantes. Pero el sobresalto del hielo al caer en el vaso la humilla en el silencio. Teme despertar a los demás. Desde abajo oye la melodía indiscreta y moledora de otro mensaje de móvil. Esta vez tiembla, destripándose a cada paso. La piel erizada del frío y el miedo: «necesito verte kedamos?». Ya ha perdido del todo la esperanza de dormir. Querría contestar no sabe qué, pero el teléfono la pulveriza. El estrangulamiento insistente de su jefe la reduce al silencio.