La criadita
Publicado el 11 de agosto de 2008
Apenas había cumplido ocho años cuando la criadita supo que era especial. No conocía más nombre que ese, ni llevaba otro calzado que sus pobres pies descalzos. De sí solo sabía que su madre fue la criada de la casa donde vivía y que murió de parto, sin que hubiera un padre conocido. Así es que, además de echarle en cara que era hija putativa, los amos también le reprochaban tener la cabeza tan grande al nacer que del último empujón desgarró a su madre, quien murió desangrada horas después. La única persona a quien la criadita puede agradecer gestos de cariño es a Nany, la cocinera, negra de ébano, que tuvo la paciencia de empapar la leche de una misma cabra en su propio delantal para alimentar a ese bebé que ya nació con el estigma de la culpa.
Una tarde, después de sacar brillo a la plata del ama y ayudar a Nany a cargar los dos cubos de agua que «su pobre espalda iba a hacer crash un buen día y ese día nadie beberá en esta casa», fue a dar de comer a las cabras. Hacía pocos días que había comenzado el invierno, y escondió sus pies, que estaban mojados, entre la paja, y el calor húmedo le reconfortó. Tenía pocas sensaciones buenas con las que recordar esta, así que acudió a ella como la única. Estaba despierta, de eso siempre estuvo segura, pero cerró los ojos para disfrutar de esos instantes. En aquellos segundos de libertad vio a su madre, tan negra como Nany, envuelta en las sábanas blancas entre las que murió. Le dijo con voz natural, no de ultratumba como la criadita se había imaginado, que siempre sería especial. Le explicó por qué tenía la piel casi blanca, siendo ella tan oscura, y que nunca se avergonzara de no tener padre. Que sí lo tenía y, aunque no lo pareciese, estaba siempre protegiéndola. La criadita estiraba los brazos para impedir que su madre desapareciera otra vez para siempre y no logró más que asirse a las sábanas que una vez ya las separaron. Cuando no quedó más rastro de su negra madre abrió los ojos y en el puño de su mano izquierda había quedado atrapado entre dos mundos un jirón de la tela que la envolvía. Desde entonces, siempre supo la criadita que conseguiría todo cuanto se propusiera.
Hace más de 50 años
Publicado el 4 de agosto de 2008
Pepita llama orgullosa a su marido. Se burla de todos los que tienen que inventar «cariños», «chiquis» o «amores» para nombrar a sus parejas. Ella solo grita ostentosa el nombre de su «Amat» y aunque a continuación no haga más que chillarle y regañarle por cualquier cosa, ya le ha dicho que le quiere… Hace más de 50 años que Pepita grita «Amat» cada vez que se le escapa una gallina, cuando él le pisa una tomatera recién plantada o si entra en la cocina, sin meterse en la ducha, después de dar de comer a los cerdos. Hace más de 50 años que Amat escucha la voz gritona y penetrante de Pepita cuando está lista la cena, cuando Misho coge una rata o si descubre una nueva gotera. Y a pesar de aquella noche de sábado que sonó el teléfono para que alguien les dijera que su hijo pequeño había tenido un accidente de coche, del que no vivió más; a pesar de la mísera pensión de pagés; a pesar de la presión de los ricos del pueblo que quieren que quiten las granjas de cerdos, para no soportar su olor; a pesar de los camiones que rozan la ventana del dormitorio, desde que hicieron la carretera a la playa justo por su terreno que quedó dividido en dos; Pepita, desde hace más de 50 años, sale cada noche de la ducha, en verano y en invierno, y entra en la cama, completamente mojada para acurrucarse junto a Amat que hace como que le despierta, como que no la espera y mientras la seca con su cuerpo ambos se ríen de su broma infinita.
16 de febrero de 1941
Publicado el 25 de julio de 2008
Rosario cumple treinta y ocho años y mañana es su gran día. Ha contado ya los ocho pasos, desde su cama hasta la puerta trescientas veinticinco veces, y solo desde que le trajeron la comida. Hace cinco años que no ha visto a su hijo Manuel. Ahora tendrá nueve. Cuando empezó la guerra se echaron los dos al monte, su marido y ella. Rosario recuerda que no quería abandonar a sus hijos, pero José le insistió: solo serán un par de meses, ¡verás qué pronto nos deshacemos de esos fascistorros! A Josete lo abrazó el año pasado por Navidad. Ya es un hombrecito de quince y le permitieron venir a visitarla con la abuela. Ese día, desde el desayuno hasta la comida, contó quinientas cuatro veces los ocho pasitos, del catre a la reja de la celda. ¡Quién le iba a decir a Francisca que tendría que perder en la guerra a dos hijos, un yerno y que su pequeña pasaría tres metida en un calabozo! Pero ya queda menos. Mañana, si Dios quiere, la soltarán. Mañana Rosario volverá a estrechar a sus hijos, y a su pobre madre. Pero tiene miedo: miedo de que sus niños ya no la quieran; miedo de que los vecinos la señalen con el dedo; de no tener qué comer; miedo de los hombres que la miran así; de que no le queden más fuerzas; de las ladillas, que no se despegan; de las ratas también, aunque ha aprendido a compartir con ellas su mendrugo de pan, para que la dejen dormir tranquila; miedo de no resistir la soledad; miedo de no seguir contando sus ocho pasos; miedo de que la vuelvan a encerrar; de que la sienten otra vez en la silla eléctrica; miedo de los que nombró; de los que mataron; de los que la obligaron; de los disparos que escucha antes de dormir y no sabe si suenan ahora o son el eco de los que oyó; y miedo, mucho miedo, de esa tos ensangrentada que nunca cesa, ni de día, ni de noche.
Por tu nombre
Publicado el 18 de julio de 2008
Afrodita se engalana de todas sus virtudes y exhibe fecunda su abundancia plena. El regazo próspero engorda de vida y la simiente tímida germina en él. Así, ilusionada, henchida y satisfecha afronta la madre la promesa de la nueva existencia. La inyección arrojada se asienta, finalmente, en el útero fértil de quien sabe esperar.
¿Alguien podría dormir así?
Publicado el 12 de julio de 2008
Otra noche sin dormir. Las tres de la mañana y sin pegar ojo. A ver si contándolo reconcilio el sueño estival, de por sí, resistente. Desde hace unas semanas me acosa una imagen que me obsesiona, sobre todo, de noche. En realidad es una escena que mi retina rescata y mezcla de dos sucesos reales. Hace un mes, volvía de casa de mis padres con Marina bañada, cenada y apuntito de dormir. Aparcamos el coche en el garaje y como yo llevaba muchos bártulos la niña iba delante de mí, sin cogerla de la mano. Cuando llegamos al rellano del ascensor, Marina, con su piel de terciopelo recién bañada, sus bucles rubios con olor a Nenuco, su pijamita blanco y rosa de Prenatal y sus dos años apunto de cumplir, encontró algo en el suelo, y, como un trofeo, lo cogió. Era una cucaracha muerta, larga, naranja, sucia, con sus antenas y patas repugnantes enredándose entre los deditos inocentes de mi niña. La reacción de la madre, preñada de histeria, os la podréis imaginar. Sin embargo, y aunque pudiera parecerlo, esta no es por sí sola la secuencia que me perturba. Esta se combina con otra que me ocurrió semanas antes, con una cucaracha también como repulsiva protagonista. En esta ocasión mi encuentro fue en un retrete público, con un fuerte dolor de barriga que me impedía salir corriendo y otra cucaracha, boca arriba, enfrente de mí. Para no verla, se me ocurrió tirarle un montón de papel higiénico, con tal mala fortuna que la cucaracha resucitó y se puso a agitar las nauseabundas patitas enérgicamente. No pude hacer más que subirme a la taza del váter a la espera de que parara de una vez la danza agónica del bichito infecto. En la imagen que me persigue cada noche estamos todas en el váter, la niña angelical, las dos cucarachas mugrientas, y yo, con el culo al aire y subida histérica en el w.c. ¿Alguien podría dormir así?
¿Y cómo decirlo?
Publicado el 4 de julio de 2008
Mari Cruz Sebastián está sentada sobre la taza del váter, quitándole los piojos a su hijo, que ha vuelto del campamento. Mientras le pasa la liendrera por el pelo está pensando la forma de decirle a su marido que se ha gastado casi mil euros en el traje de la comunión para el niño.
Antonia Muñoz sabe que va a decepcionar a su nuera, pero le tiene que decir que no podrá recoger a su nieto el próximo miércoles después de la catequesis. Sabe que ella le sonsacará la verdad así es que ya ha pensado cómo hacerlo: llamará a su hijo para que le diga a ella que tiene que ir al endocrino, por lo de su tiroides. ¿Cómo podría decirles que tiene el cumpleaños de su amiga Maruja y van a ir al baile? Imposible, mejor la excusa del médico.
Carlos Alcázar está sentado sobre su montacargas amarillo, lleva con cuidado los paquetes de leche al almacén y sonríe con disimulo a su compañero Sergio, al de la línea de cajas, del chaleco azul, que es tan guapo. Todavía no sabe cuándo ni de qué manera le va a decir a su mujer que ha encontrado a otra persona.
Carlitos Alcázar Sebastián está sentado en el suelo del recibidor, con la Nintendo DS; espera a que llegue su padre del almacén para contarle todo lo del campamento. Lo que aún no sabe cómo decirle, ni a él, ni a mamá, y mucho menos a la abuela, es que en la excursión se ha hecho ateo y no piensa tomar la comunión.
«¡Qué ganas tengo de ir contigo, Anita!»
Publicado el 27 de junio de 2008
Antonio sube las escaleras deteniéndose cada dos escalones: un pie, otro pie, ahora los dos juntos. Mira sus zapatillas de lana marrones a rayas, zapatillas de casa, de abuelo; siempre le gustaron los mocasines caros que ahora su circulación y sus pies hinchados no le permiten calzarse. Pero ya queda menos. Llega a su despacho, con la librería intacta, como siempre le gustó tenerla, y coge su caja de fotografías: esa caja de latón, marrón de tan vieja, por el desgaste de los dibujos de niños y prados que ya no se ven. Sí que distingue las dos A de sus iniciales, Antonio y Anita, aunque la A de Anita casi ya no se lee, reflejo indiscutible del recuerdo de ella que también se extingue, como el grabado de la A pierde relieve. Encuentra la foto que busca, esa que Anita no se quería hacer porque no llevaba el tinte recién hecho, pero que a él le encanta porque tiene esa sonrisa infantil de vergüenza consentida, de quien sabe que aún es irresistible. El calor de la mirada de Anita le hace ruborizarse y un reguerillo de saliva le resbala hasta el mentón. Tal vez es el contacto húmedo y caliente lo que le devuelve a la realidad y le permite escuchar la voz gritona de la enfermera: «Antonio, que le estoy diciendo que se dé la vuelta para que le pueda cambiar el pañal ¿me oye, Antonio?». Claro que la oye, cómo no la va a oír, con lo que grita. Ya no lleva sus zapatillas de rayas, ni tiene en sus manos la caja de latón desdibujada. Solo le queda un camisón azul y un hilo de baba en la barbilla. Se aferra a la fotografía que aún siente entre las manos y piensa en voz alta: «¡Qué ganas tengo de ir contigo, Anita!». Todavía le quedan unos segundos de realidad para escuchar a la enfermera: «Yo también majo, ¡qué bonico!». Antonio quiere llorar, pero el cerebro fatigado no le responde y en lugar de llanto vierte una carcajada pueril de su boca desdentada.
Siempre tú
Publicado el 21 de junio de 2008
Llora el bebé, vas tú
Se queja la madre, tú acudes
Enferma el abuelo, siempre tú
Grita la hija, también tú
Protesta él, tú también
El padre, la madre de él, tú
¿Y si esta vez eres tú? Viene otra tú
Vuelve a llorar el bebé. Adiós
Vas tú.
Amelia y Damián
Publicado el 13 de junio de 2008
Amelia está sentada en una silla de su comedor, junto a la mesa camilla que le regaló su madre cuando se casó con Damián, hace ya más de quince años. La silla de Amelia hace cri-cri cada vez que se arrima a la mesa a dejar una carta de su cotidiano solitario. Damián está frente a ella, pero no la mira. Solo tiene ojos para el fútbol, uno de esos partidos que todos miran, menos ella. Amelia lleva puesta una bata rosa pálido con cuadritos, muy corta, casi blanca de tanto lavarla. Una gota de sudor, tibia, le atraviesa el ombligo. La gotita se queda instalada en la goma de sus bragas, blancas, gastadas, de diario. El único ventilador lo tiene Damián, como casi siempre. El As de Copas llega con mucha fuerza a la mesa camilla y el ventilador consigue llevarlo hasta debajo del aparador de la abuela, junto a la tele de Damián. Amelia no ve a Damián, no ve el aparador, tampoco la televisión. Solo su As de Copas. Se arrodilla. Ahora sí la encuentra Damián, allí, delante de él, agachada, con sus piernas en el suelo y entre la bata asomando sus bragas de diario. Amelia no alcanza su carta, se estira hasta que el suelo le alivia el calor de la barriga, los pechos, el pubis. Casi se quedaría allí. Damián ya no puede dejar de observarla. Solo ve las piernas desnudas de Amelia y las bragas húmedas, gastadas y blancas. Amelia recibe un escalofrío desde el suelo hasta las ingles y piensa que es el contraste de temperaturas. Pero no, no es eso: es la mano de Damián, dentro de sus bragas.
Un olor, un recuerdo
Publicado el 5 de junio de 2008
Recuerdo la escalera estrecha, empinada, encalada, rugosa, irregular. Si alguien que subía se cruzaba con otro de bajada tenía que esperar turno; no cabíamos dos a la vez. Nunca supe cómo la abuela vieja, mi bisabuela, se las apañaba para colocar sus caderas entre las paredes rocosas de la escalera de la cámara. Nosotros aprovechábamos los recovecos que formaban las piedras blancas para escalar la pendiente, prácticamente sin colocar los pies en aquellos minúsculos peldaños en los que los mayores tenían que apoyar sus zapatos de lado, paralelos al escalón de cemento gris rugoso. Una vez superada la escalera encontrabas la cámara. Recuerdo el olor, húmedo, polvoriento, dulce, de pueblo. En realidad había dos cámaras, una a cada lado de la escalera. La de la izquierda tenía aperos, ropa, jamones y chorizos colgando de las vigas y otros trastos que nunca he sabido para qué servían. La cámara de la derecha era nuestro reinado. Por un ventanuco ceñido y profundo entraba toda la luz de La Mancha en agosto. Aquí, de las vigas de madera colgaban uvas, unos racimos dulces y avinagrados de uvas a medio camino de ser pasas. Pero nuestro trono era aquella cama. Cabíamos hasta seis biznietos cada noche, escuchando los cuentos de mamá, los chistes de papá y las historias de la yaya, casi engullidos por el inmenso colchón de plumas que nos arrullaba y mecía hasta el día siguiente. Hoy, no sé qué olor me ha recordado todo esto.