Contra el destino
Publicado el 4 de octubre de 2008
Antonia estrecha la mano huesuda y artrósica de Saturnino. Hace muchos años que lo hizo por primera vez. También aquella vez notó sus huesos. Recuerda que le impresionaron esas manos delgadas y fuertes, curtidas del trabajo de carpintero. Recuerda el día que él se marchó a la guerra, y las veces que le dijo que volvería para casarse con ella; recuerda también que nunca volvió y ella y su familia lo dieron por muerto. Recuerda, y quiere olvidar, el día de su boda con Antonio, esa boda que no pudo evitar porque llevaba un hijo en su vientre. Aunque también recuerda que fue feliz con Antonio aun añorando a su primer novio. Las Ramblas de Barcelona son testigo de su reencuentro y por eso Antonia y Saturnino vuelven a ellas cada tarde, desde el pasado 16 de marzo cuando un abuelito le dejó sitio en su banco. Entonces Antonia reconoció en él a su Saturnino, aquel que desapareció hace más de setenta años. Pero la mano vieja y huesuda de Saturnino le hace olvidarlo todo y, aunque recuerde, parece que están en el 36, y este beso, que en verdad es el primero, es el que debieron darse entonces.
Una bata blanca
Publicado el 30 de septiembre de 2008
La muchacha de la bata blanca sabe que no debería coger el coche. No ha dormido más que dos horas, entre el paciente de las dos de la madrugada, que ya no recuerda porqué ha venido, y el de las cuatro, el que traía la infección esa tan rara en toda la piel. Sabe que no debería conducir porque además está preocupada por el hombre de las cuatro: no le ha acertado con el diagnóstico y le ha mandado a casa sin tratamiento. Las luces de un camión la distraen del paciente de la infección cutánea. Pero es demasiado tarde. Ya no puede hacer nada por él. Por sí misma tampoco. La bata blanca es lo único que permite identificarla.
Y de Manolita, a Manolo…
Publicado el 23 de septiembre de 2008
Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así. Pelea por lo que quieres y no desesperes si algo no anda bien. Hoy puede ser un gran día y mañana también. Por cierto, ¿qué es eso de puentear las arterias coronarias chungas con trozos de otras más sostenibles? ¿Ya has empezado con la robótica? De todas formas, ten cuidado de que no te arranquen las espinas doradas, tarde o temprano las echarás de menos. También recuerda que todos te esperamos a la caída de la tarde, de verdugo o verduguillo, en el escenario de Turandot. Y que te dejen ser feliz por los cuatro costados del corazón de Neruda, oyendo música balcánica en Irlanda del Norte, en verbenas de verano o escuchando zarzuela en el Palau de les Arts. Pero ¿quién dijo que yo era risa siempre, nunca llanto? Como si fuera la primavera ¡no soy tanto! Y como el burro y la nieta no saben si mirar de lejos o de cerca, igual que los tres hermanos de Silvio, nos conformaremos con seguir abrazándonos.
¡Que tinguem sort!
Un taxi, por favor
Publicado el 14 de septiembre de 2008
A Dembo le sudan los pies y sabe que solo le sudan los pies cuando está extremadamente nervioso. No hace más de veinte días que le han convalidado su título de Arquitecto, y hoy es la primera vez que tiene ocasión de mostrarlo. Sus mocasines marrón oscuro no delatan el sudor pero no le gusta resbalarse en su calzado. Se encuentra como a la deriva, otra vez. Lleva un traje claro un poco gastado, casi ya de color hueso, pero junto a su piel tan oscura casi parece tan blanco como cuando se lo dio su padre, hace ya dos años, el día que se marchó de casa. Dembo corre detrás de un taxi y no entiende porqué le hace correr y no se para, y no quiere correr más porque se le resbalan los mocasines y tampoco quiere empezar a sudar su traje blanco, ni dejar huellas de humedad en su gran carpeta negra con sus valiosos documentos. Hoy es un día muy especial y quiere estar impecable. Pero casi es la hora de la entrevista y todavía está en la parada. Murmura algo, en su francés de Togo, y podríamos adivinar lo que dice, porque es el segundo taxi libre que le esquiva, porque es evidente que va a llegar tarde a la entrevista y porque teme desgastar su esperanza en un país donde los negros no pueden ni subir en taxi.
Gritos
Publicado el 5 de septiembre de 2008
No le he contado a Beatriz que ya eran las cuatro de la mañana cuando me entregué toda entera. Que él buscaba y encontraba todos los huecos de mi cuerpo donde me hacía estremecer. Que cuando se acomodó entre mis piernas gocé de ser mujer. Que mi cuerpo emocionado tembló con él, junto a él, debajo de él y entonces grité. Y grité muy fuerte y él gritó también, pero no tanto como yo, porque él nunca ha sufrido que le silenciaran, porque él no ha tenido vergüenza de gritar, porque a él no le han impuesto que calle su grito… Después me dio la risa y se lo conté todo. Y se sintió triste por mí y contento también porque ahora ya puedo gritar con él, y después nos duchamos y debajo del agua también gozamos. Y ya eran las seis de la mañana y me llevó en brazos a la cama y aquí nos hemos quedado, dormidos, desnudos, enredados, hasta hace un rato… Tampoco le he contado a Beatriz que es la primera vez en mi vida que me siento así, tan entregada, tan vulnerable…
A Manolita
Publicado el 29 de agosto de 2008
De la yaya Manola no he heredado más que el color de los labios, un malva fuerte que no necesita pintalabios. No me quejo, es un buen legado, aunque no me hubiera importado que la genética me hubiese regalado algún otro parecido más. Pero estoy muy contenta de otras cosas suyas que me he apropiado, como una voz deleitosa que todavía escucho cantando por las mañanas Polichinela o Sant Pere i Sant Joan o Yo tenía diez perritos, canción infantil que todavía les canto a mis hijas. Sigilosa y complaciente, la yaya Manola parecía que se quedaba en segundo plano, pero siempre surgía en el momento preciso, como cuando por la noche se acostaba la primera, después de haberse levantado muy temprano, y cuando parecía que ya no estaba se la oía desde la habitación rectificarle al yayo Enrique el título de una película, una fecha o el apellido de algún actor. Incluso cuando nos reñía lo hacía con una voz dulce y amorosa, y si te fijabas bien le podías ver esa misma sonrisa de la foto, en los labios y en el brillo de los ojos, orgullosa casi de la trastada de turno. Nunca olvidaré su voz, su sonrisa enamorada y su cariño, una herencia eterna que siempre me acompaña.
Irrealidad
Publicado el 22 de agosto de 2008
Amanda escribe impetuosa en su blog de madera húmeda… ese diario abrasador como la hojarasca que no cruje y donde impregna, quimérica y febril, el amor correspondido. La fantasía deshojada entre palabras embusteras descubrirá poco a poco un mundo marino, sabroso, pero indeciso y obtuso. Y sin darse cuenta, la realidad, esa decepción metálica y rugosa que lija la piel cobarde y que desnuda la dificultad desdeñada al principio… Es la pasión fría, una tempestad luminosa y distante, frente a otra mujer, extraña, disonante y remota, como aquella mariquita que agoniza entre mis manos, indiferente al empeño apasionado que le protege.
El velatorio
Publicado el 16 de agosto de 2008
Me gusta contemplaros a todos desde aquí; estáis muy serios y tristes pero, desde mi lugar privilegiado, puedo observar vuestros gestos apenados, vuestras miradas huidizas, vuestras manos cruzadas… Ya sé que un velatorio no es la mejor ocasión para disfrutar de la familia, pero al menos puedo veros a todos reunidos.
Qué bonita se te ve Carmen, aun con tus ojos enrojecidos por la pérdida de tu madre. Es duro, ¿verdad? Y sin embargo, yo estoy contenta; contenta de poder observar tu sufrimiento, de comprobar lo que yo ya sabía: que querías con todas tus fuerzas a esta difunta, que ya nunca más se podrá quedar con los niños, y tampoco te aburrirá, repitiéndote una y otra vez que «la mujer compuesta quita al marido de la otra puerta».
Toni también está guapo de negro, pero no le sienta bien contener las emociones. Nunca le gustó que le viéramos llorar… Aprieta tanto los dientes para evitar el sollozo público que le tiemblan los labios al hablar, y este gesto, sé que no le abandonará en muchos meses, como un luto involuntario que solo apreciamos quienes le conocemos bien.
Y tú, Antonio mío, qué pequeño te veo hoy. Nunca me habría imaginado que este gigante sin alma con quien he compartido los últimos treinta y dos años de mi vida me ofrecería su primera muestra de amor el mismo día de mi entierro…
La criadita
Publicado el 11 de agosto de 2008
Apenas había cumplido ocho años cuando la criadita supo que era especial. No conocía más nombre que ese, ni llevaba otro calzado que sus pobres pies descalzos. De sí solo sabía que su madre fue la criada de la casa donde vivía y que murió de parto, sin que hubiera un padre conocido. Así es que, además de echarle en cara que era hija putativa, los amos también le reprochaban tener la cabeza tan grande al nacer que del último empujón desgarró a su madre, quien murió desangrada horas después. La única persona a quien la criadita puede agradecer gestos de cariño es a Nany, la cocinera, negra de ébano, que tuvo la paciencia de empapar la leche de una misma cabra en su propio delantal para alimentar a ese bebé que ya nació con el estigma de la culpa.
Una tarde, después de sacar brillo a la plata del ama y ayudar a Nany a cargar los dos cubos de agua que «su pobre espalda iba a hacer crash un buen día y ese día nadie beberá en esta casa», fue a dar de comer a las cabras. Hacía pocos días que había comenzado el invierno, y escondió sus pies, que estaban mojados, entre la paja, y el calor húmedo le reconfortó. Tenía pocas sensaciones buenas con las que recordar esta, así que acudió a ella como la única. Estaba despierta, de eso siempre estuvo segura, pero cerró los ojos para disfrutar de esos instantes. En aquellos segundos de libertad vio a su madre, tan negra como Nany, envuelta en las sábanas blancas entre las que murió. Le dijo con voz natural, no de ultratumba como la criadita se había imaginado, que siempre sería especial. Le explicó por qué tenía la piel casi blanca, siendo ella tan oscura, y que nunca se avergonzara de no tener padre. Que sí lo tenía y, aunque no lo pareciese, estaba siempre protegiéndola. La criadita estiraba los brazos para impedir que su madre desapareciera otra vez para siempre y no logró más que asirse a las sábanas que una vez ya las separaron. Cuando no quedó más rastro de su negra madre abrió los ojos y en el puño de su mano izquierda había quedado atrapado entre dos mundos un jirón de la tela que la envolvía. Desde entonces, siempre supo la criadita que conseguiría todo cuanto se propusiera.
Hace más de 50 años
Publicado el 4 de agosto de 2008
Pepita llama orgullosa a su marido. Se burla de todos los que tienen que inventar «cariños», «chiquis» o «amores» para nombrar a sus parejas. Ella solo grita ostentosa el nombre de su «Amat» y aunque a continuación no haga más que chillarle y regañarle por cualquier cosa, ya le ha dicho que le quiere… Hace más de 50 años que Pepita grita «Amat» cada vez que se le escapa una gallina, cuando él le pisa una tomatera recién plantada o si entra en la cocina, sin meterse en la ducha, después de dar de comer a los cerdos. Hace más de 50 años que Amat escucha la voz gritona y penetrante de Pepita cuando está lista la cena, cuando Misho coge una rata o si descubre una nueva gotera. Y a pesar de aquella noche de sábado que sonó el teléfono para que alguien les dijera que su hijo pequeño había tenido un accidente de coche, del que no vivió más; a pesar de la mísera pensión de pagés; a pesar de la presión de los ricos del pueblo que quieren que quiten las granjas de cerdos, para no soportar su olor; a pesar de los camiones que rozan la ventana del dormitorio, desde que hicieron la carretera a la playa justo por su terreno que quedó dividido en dos; Pepita, desde hace más de 50 años, sale cada noche de la ducha, en verano y en invierno, y entra en la cama, completamente mojada para acurrucarse junto a Amat que hace como que le despierta, como que no la espera y mientras la seca con su cuerpo ambos se ríen de su broma infinita.
Marta Salvador Vélez es licenciada en periodismo, máster en estudios hispánicos, correctora editorial, conductora de talleres de escritura creativa y novelista. En 2022 ganó el premio Roma Valencia Romántica con su novela titulada