La chica de ayer
Publicado el 29 de mayo de 2008
He vuelto a ver a la chica de ayer, la del baño: va montada sobre su bici, con los ojos igual de negros, igual de subrayados; está en una esquina, junto a un chico alto, con un suéter de lana azul, inusual para un final del mes de mayo; se miran; por fin él la abraza; ella le devuelve el abrazo desde su bicicleta, largo, lento; la chica de los ojos negros se va con su bici y allí se queda él, en la esquina, con su suéter de lana azul, mirando el camino de ella y llorando.
La raya
Publicado el 28 de mayo de 2008
-Tía, ¿quieres un poco de raya?
– ¿Qué raya?
– De los ojos– Las dos se ríen.
– ¿Pero es buena?
– Sí.
– ¿De dónde la has pillao?
– Me la he encontrado…
– Y si te la has encontrado, ¿cómo sabes que es buena, tía?
– Porque eso se sabe. ¿Quieres o no?
Cuando salgo del baño encuentro dos chicas frente al espejo, muy jóvenes, de unos veintipocos. Una con el pelo muy negro, corto por delante y mechones largos por detrás, la piel de la cara casi traslúcida. Se subraya los ojos negros con un lápiz más negro aún. La otra lleva dos coletas que le sujetan los rizos de color naranja fosforito. Solo le veo la espalda, hace algo, pero no sé qué.
Cuando el erotismo y la ternura se funden y confunden
Publicado el 20 de mayo de 2008
Su desnudez junto a la mía me estremece el cuerpo y el alma. Su mirada en mis ojos se convierte en un escalofrío, de la nuca al coxis, que me hace palpitar, lentamente, emocionada. Su saliva envolviendo mis pezones me eriza la piel, toda entera. Entonces una contracción en lo más profundo de mi útero me recuerda quién soy. Por fin el líquido saciante comienza a brotar, transparente primero; blanco, caliente, opaco, denso, dulce, después… Y el bebé consuela su apetito y también su deseo, su deseo innato, prehistórico, insaciable, insistente, obstinado…
Camilo
Publicado el 14 de mayo de 2008
Y el alacrán inyectó en su propio cuerpo el mortal veneno. Allí quedó extendido, inofensivo ya, inerte. Camilo no tuvo más que meterlo en su bote de garbanzos lleno de alcohol y colocarlo en la repisa de su chimenea; uno más de la colección. Siempre insistía: no mováis ninguna piedra sin avisarme. Nosotros no le hacíamos caso; solo le avisábamos cuando veíamos alguno peligroso. Como éste. Venía corriendo, con su octogenaria vitalidad, y conseguía que el alacrán se envenenara a sí mismo. En sus botes de cristal transparente, de lentejas, de miel o de tomate guardaba los mejores ejemplares: los había pequeños, grandes, minúsculos, ridículos, naranjas, marrones, casi transparentes o negros, como éste. ¡Qué fácil era entonces deshacerse de los alacranes! Ahora ya no estás Camilo y he encontrado uno: está aquí, en mi cama.
Antes de tiempo
Publicado el 29 de abril de 2008
Primer premio del IX Concurso de relatos de la Dirección General de la Mujer (Valencia 2008)
Las ocho y media y todavía estoy maquillándome. Sé que llegaremos tarde al colegio pero mi cuerpo se rebela contra mí y hoy no quiere correr. La niña tampoco me obedece. ¿Por qué se acuerda de que tiene que hacer pipí cuando ya tiene puesto hasta el abrigo? Supongo que será porque acaba de cumplir cinco años. Me aconsejo paciencia. Desayunamos en el coche galletas con chocolate mientras Franzino y la cría se pelean por mi atención. Hoy me toca llevar el agua para la clase y los cinco litros en cada mano impiden que estire de la niña. No debería llevar peso y tardamos una eternidad en llegar a la puerta. Cuando me despido de mi hija veo que le he puesto un suéter muy desabrigado. ¿Cómo no me he dado cuenta en casa? Estaré sufriendo todo el día y, encima, la ola esta de frío. Tengo una camiseta de cuello alto en el maletero del coche. Vuelvo a entrar. La seño me ve. Sabe que tengo prisa y viste ella a la niña. Estupendo. Por fin arranco el coche. Trato de desterrar de mi mente el rol de mamá, difícil. Miro el reloj: diez menos veinte. Sólo tengo quince minutos para llegar hasta el puerto y cinco más para encontrar la empresa de la que tengo que hacer un reportaje para la revista. Imposible. Es mejor no perder los nervios porque, de todas formas, no llego. He olvidado apagar el móvil y me suena el teléfono tres veces durante la entrevista. La gerente me mira desconfiada, y tal vez por eso es tan escueta en sus respuestas. Con esto no voy a tener ni para dos columnas. Por fin salgo. Las llamadas eran de la editora, mi ex-marido y mi chico. No me da tiempo a contestarles. Tengo que ir a otra empresa y no sé si encontraré la calle. Este otro se enrolla demasiado, pero esta vez he dejado el móvil en el coche. No sé qué hora es. Menos mal que le he puesto la grabadora porque estoy pensando en las llamadas que no he contestado y no le presto atención. Ya no sé si ha exportado más clementinas o navelinas. Después lo escucharé. Salgo. La una y media. He quedado con Marta a las dos para comer. Me tiene que contar otro de sus proyectos. Tengo media hora. Voy tranquila. Cuatro llamadas perdidas. Una es de Marta. A ver qué quiere: no tiene tiempo de comer. Nos tomamos algo, pero ya. A correr. Llama la editora, por fin le cojo el móvil mientras estoy en un semáforo. Quiere saber cómo van mis entrevistas. ¿Desde las diez de la mañana? Siempre me pone nerviosa, tal vez por el acento francés o porque tarda tres cuartos de hora en resolver algo que se dice con dos palabras… Cuando veo a Marta aún estoy hablando con la editora. Se mira el reloj. Sí, ya sé que tienes poco tiempo. Cuelgo mi llamada. Total, ya no me estaba enterando… le diré que he entrado en un túnel. Bueno, cuenta. Nada, que si me haces dieciséis páginas para el viernes. Si nos sale esto es un buen negocio porque tal, tal… He vuelto a hacerlo. Ya no le escucho. Estoy pensando que sólo tengo esta tarde, porque la niña está con su padre, y tal vez el jueves, si dejo de ir a la otra revista. Bien, lo intento. Marta sonríe y sigue vendiéndome su maravilloso proyecto. Tres menos cuarto, sola y sin comer. Aprovecho para hacer la compra. Dentro del supermercado suena el móvil. Es mi ex. Se me había olvidado devolverle la llamada. No puede recoger a su hija. Compro lo justo. Subo a casa a guardar el congelado y, corriendo, al cole. La niña no quiere ir a baile. Me debato durante diez minutos entre la madre estricta y la benevolente. Gana Rottenmeyer. La dejo llorando para ir a hacer las camas, descongelar su filete de lenguado y poner la lavadora. Vuelvo a por la niña. Ya está contenta y me ha perdonado. Menos mal. Siete menos diez. A casa volando. Preparo el baño y me meto con ella para ahorrar tiempo. Preferiría cinco grados más pero no es bueno para la peque. Se pasa todo el rato jugando con mis pechos y yo sufriendo por ellos. Así distraída consigo lavarle el pelo. Mi chico ha llegado. Desde el baño le grito que le haga el pescado a la niña. Por fin salimos del agua con media hora de retraso. Si la cría se acuesta tarde, mañana no habrá quien pueda con ella. Con una mano le ataco con el secador mientras con la otra le acoso con el lenguado. Pablo hace su maleta; mañana se va de viaje. Acuesto a la peque. Cuando salgo ha hecho cous-cous ¡Qué rico! Mientras cenamos le cuento mi malestar por el lío en el que me ha metido Marta, por mi ex que no ha venido a por su hija y porque no sé si he hecho bien obligando a la niña a ir a baile. Discutimos. No lo ve como yo. Si lo de Marta no compensa, pues no se hace; a mi ex, que le cante las cuarenta; y lo de la niña no tiene ninguna importancia. Me enfado. Se da cuenta. Trata de arreglarlo. Ese beso es demasiado largo para una simple reconciliación. Quiere más. ¿No se da cuenta de que estoy deshecha, que no he parado ni un minuto en todo el día? No, no se da cuenta. Bueno, tal vez no sea tan mala idea. Definitivamente, no ha sido mala idea. Una menos cuarto. Por fin nos dormimos. Tres y cuarto de la madrugada: Mami, pipi. La llevo al baño, me duermo en su cama y mi brazo también. Vuelvo a mi habitación a las cuatro y media. A las siete la veo aparecer en mi dormitorio. Sube a mi cama con el osito Trudy, ya somos cuatro. Está monísima, con su pijama y carita de sueño. Aún tienes una hora, cariño, vuelve a dormir. Diez minutos más tarde: Mami, sangre. Efectivamente, hemorragia nasal. Todo el mundo en pie. Nueve y media de la mañana, salgo por la puerta del cole y aún no sé si voy a ir a las dos entrevistas que tengo concertadas o las cancelo y me vuelvo a casa. Es el coche quien manda; sin darme cuenta estoy abriendo el garaje comunitario de mi piso. Quiero pensar que las casualidades no existen. Subo, pospongo las entrevistas con un par de excusas poco convincentes y arranco el ordenador. Mientras se enciende el procesador pongo la lavadora con la ropa de color. Después de cribar la basura virtual aún tengo 33 mensajes por abrir. Por fin me pongo a escuchar y redactar la primera de las entrevistas de ayer. Son las doce y cuarto. Tengo terminado el primer reportaje; me ha costado más de lo que debería, intentando alargar las respuestas de aquella empresaria desconfiada. Mientras envío la noticia por correo electrónico a Francia hago la cama de la niña, que por cierto le ha dado tiempo antes de desayunar de sacar todos los peluches del baúl y desperdigarlos sobre el sofá. Vuelvo a la mesa y pongo la grabadora con la segunda entrevista. Me voy con los auriculares a tender, esperando a que el hombre diga algo de interés. Me da tiempo a colgar toda la ropa sin detener el aparato. Ahora sí; continúo. Envío la entrevista a las dos y veinte; también tarde, esta vez por tener que recortar. Voy a hacer mi cama, me tienta. Me tumbo. Suena el teléfono, miro el reloj del despertador, ¡son las cuatro! Me lo va a notar. ¿Qué has dicho? Es mi chico y he debido de pensar en voz alta y con el teléfono descolgado. Nada. ¿Cómo que nada? Has dicho algo. No sé… ¿Que te voy a matar o algo así? ¿Por qué te tengo que matar? ¿Qué has hecho? Pues, que aún no he comido. Improviso sin darme cuenta de que esta respuesta es peor que haberle dicho que estaba dormida ¿Cómo que no has comido? ¿Hoy tampoco? Sara, no te puedo dejar ni un día sola ¿eh? Pues come algo antes de irte a por la niña, aunque sea un sándwich. Vale, no te preocupes. ¿Que no me preocupe? ¿Cómo no me voy a preocupar? Continúa con su perorata pero ya no le escucho pensando que si quiere que me haga un sándwich o algo de picar debería dejar ya el teléfono porque he de ir al cole dentro de media hora. Por fin cuelga. Cuando llego a la cocina vuelve a sonar. Dime, contesto pensando que es Pablo otra vez desde Santander siguiendo con su regañina. Sara, soy Fina de la agencia. ¡Ah! Dime, respondo tratando de recomponerme. ¿Te acuerdas de la presentación de Maruja Torres del jueves? Sí, claro, dime. Pues me equivoqué de día no era el jueves sino hoy. ¡¿Hoy?! ¿A qué hora? Eso sí te lo dije bien, a las siete. Vale, vale no te preocupes, ya me organizo; luego hablamos. Continúa disculpándose pero yo sólo puedo concentrarme en pensar qué hago con la niña. Es miércoles y mi madre tiene la tarde ocupada con su sesión de acupuntura; mi ex, trabajando; mi prima, si no le aviso tres días antes es incapaz de mentalizarse; mi hermano, de viaje con la orquesta. Marco el teléfono. Papá, te llevo a la cría. Bien ¿a qué hora la traes? ¿Tengo que recogerla yo? (No estaría mal pero sería abusar.) No papi, no te preocupes. La recojo y te la llevo. Vale, os espero. Vuelvo a la cocina pero ya sin tiempo para hacerme un sándwich. Cojo merienda para la niña, con doble ración para su madre y al cole pitando. Media horita de parque y empaqueto a la niña con su yayo. Llego a la presentación con la lengua fuera y parece que no soy la única. Maruja Torres, con media hora de retraso ofrece a los medios unas breves declaraciones. Necesito más información para la agencia de contenidos de Internet, así que me quedo a la presentación de su libro Hombres de lluvia. Pongo la grabadora en marcha y me cuelo entre los pacientes asistentes para hacer algunas fotos desde cerca. Para no molestar demasiado con mi volumen, me quedo en las primeras líneas del público y hago las fotos arrodillada en el suelo. Noto que las piernas ya no van a responderme mucho más, me levanto y me voy hacia la izquierda. Dejo sobre una estantería de libros mi bolso, la cámara digital y saco la libreta de notas. Suena mi teléfono disputándole el protagonismo a la mismísima Maruja Torres. Recuerdo mi problema con los móviles y decido que hoy mismo lo tiraré a la basura mientras rebusco entre mis bártulos la procedencia del sonido. Se me cae el bolso al suelo con tan mala fortuna que mi teléfono se queda, sonando todavía, debajo de la estantería. Deja de sonar y disimulo como si no fuera conmigo. Por suerte, o desgracia, la mujer que hay sentada a mi lado trabaja en la librería y, sabiendo que la estantería tiene ruedas, me propone que la empujemos entre las dos para poder coger mi móvil. Mientras hacemos la operación oigo que Maruja dice ¿Veis? tengo poder hasta con los libros, les atraigo… Levanto la cabeza asustada para comprobar que no estoy aplastando a la periodista con la librería y me dirige una mirada entre el hastío y la vergüenza ajena. Termino la operación, vigilada por toda la sala y por fin consigo apagar el aparato. Cuando termina la presentación me acerco para tomar mis últimas fotos; para no molestar más de lo que ya lo he hecho disparo la cámara arrodillada delante de la mesa donde Maruja Torres todavía está sentada. Noto en su gesto otra vez la vergüenza que siente de mí y sé que no se puede reprimir: ¿Niña, es que me tienes manía? ¡Qué empeño en sacarme todo el tiempo desde abajo! Lo que más me molesta es el menosprecio del niña, a mis treinta y tantos, pero he de reconocer que me lo he merecido, y podría haber sido peor. Me tienta la idea de olvidar mi grabadora en la mesa de la presentación con tal de no mirar de nuevo a la famosa periodista, pero temo que mi honor quede todavía en peor lugar. Por fin consigo abandonar la sala de mi vergüenza y trato de desterrar esta tarde de por vida. Llego a casa de mis padres a recoger a la peque; son ya las diez y cuarto. Mi madre entra en casa al mismo tiempo que yo. Mi padre tiene a la niña bañada y cenada pero se altera con nuestra llegada y no hay forma de sacarla de casa de los yayos. Tengo que sentarme y tomar aire, si no sé que descargaré sobre la niña la tensión de la tarde. Una contracción. No puede ser. Estaré nerviosa, tengo que seguir respirando. Otra, esta es más fuerte. Aún no toca chiqui, te falta mes y medio. Necesito relajarme. Otra, más fuerte aún. Otra más. No puede ser ahora, tengo que escribir la reseña de Maruja Torres, la niña se tiene que acostar pronto, aún no le he contestado a Marta, tengo que avisar a mi ex para que recoja a la niña mañana y Pablo, de viaje…Otra contracción…
Nostalgia, a mi manera
Publicado el 12 de abril de 2008
Ya no soporto este silencio hermético; no me acostumbro a no oír la sintonía de El Larguero cada domingo; parece que echo de menos hasta sus discusiones: esas interminables conversaciones acerca de la pareja, de la equidad, del amor, del otro, de mi espacio, del suyo, del otro, de la otra… ni siquiera puedo ya soportar el tubo de la pasta de dientes perfectamente cerrado. Me molesta hasta la tapadera del váter bien tapada, el orden de las zapatillas y los periódicos recogidos. Y lo que creo que no voy a ser capaz de resistir es no tener quien me hable sin vocalizar. Hasta necesito sus «yo tampoco», que tanto me molestaban cuando yo le decía «te quiero».
Un recuerdo dulce
Publicado el 28 de marzo de 2008
La abuela avivó el fuego una vez más. Parecía que esta vez nos íbamos a quedar sin fritillas. Nos riñeron. Si no sacábamos al gato de la alacena esa tarde no merendaríamos nuestro dulce favorito. Convencimos a los primos mayores para que soltaran al pobre animal, acostumbrado ya a nuestras travesuras. Mamá terminó la masa, la yaya renegaba chillona y la abuela volvió a avivar la lumbre. El aceite de la sartén comenzó a hervir y mamá tiraba sobre él pegotes de masa que se condensaban en unas fritillas golosas. La yaya echaba el azúcar brillante y los niños nos precipitamos sobre el dulce esponjoso. Pero quemaban. No nos importaba. El ardor en la lengua dejaba un nosequé entre áspero y dulce. La abuela seguía reavivando el fuego, la yaya chillaba por cualquier cosa, mamá preparaba ya la cena suculenta y nosotros volvimos a buscar al pobre gato.
Una hormiguita
Publicado el 18 de enero de 2008
¿Cómo describiría el olor amargo? ¿Y el sabor caliente? América latina, paraíso, comercio injusto. Pone justo, pero no es justo, aunque sea de Colombia, aunque sea de Brasil. Leo justo pero no lo es. Si éste es justo es porque hay otros que no lo son. Prefiero endulzar la amargura. ¿Blanco o negro? Hace mucho tiempo que no veo hormigas en mi azúcar. De pequeña sí veía. Ahora me la imagino, negra, negra, con sus patitas minúsculas escurriéndose entre los granos que quiero echar en mi café. Una montaña blanca, gigante, que se desprende a su paso con un schi, schi, schi… Ya está más dulce, con hormiga y todo, pero ¡qué amargo!
Flotaba
Publicado el 22 de octubre de 2007
Flotaba; el cuerpo ingrávido me abandonó. Diez segundos en los que la brisa se llevó la materia. Un pájaro que contempla desde lo inmaterial las olas de la felicidad. La energía del alma, flotando desde el infinito sobre un cuerpo que no cesa de respirar, oler, tocar, amar… diez segundos de sensaciones ajenas y después la tinta se desparrama sobre la «y». Las letras se desdibujan, crecen, vuelven a crear desde el cuerpo, la materia y siempre energía.
Los sentidos
Publicado el 12 de septiembre de 2007
La nieve fría y húmeda penetró por debajo de la ropa de Adán. Suave y rugoso, se sintió desdichado. Los dedos se le quedaban pegados entre sí y, al mismo tiempo, le invadió un profundo olor a limpio que le transportó a su hogar, al tacto cálido de la madera. Recordó la cocina de su casa. Mientras Adán se encontraba todavía tumbado sobre la nieve, podía escuchar a su abuela cacharreando, oía de forma nítida cómo batía enérgicamente los huevos, daba fuelle a la chimenea o aclaraba los platos bajo el fuerte chorro del grifo. Esos sonidos se le hicieron cada vez más cercanos hasta que se dio cuenta de que el serrucho que oía estaba junto a él. Le entró pánico. Pero el miedo era dulce, pegajoso. Un sabor a plátano le recorrió la garganta. Creyó que estaba cerca de la muerte porque su infancia se le hizo presente. Esta vez con sabor a chocolate, a avellana, a Navidad.