Silencio
Publicado el 18 de marzo de 2007
Silencio. El día callado me invade otra vez. Los transeúntes me miran, sonríen, saludan, pero no les oigo. El tráfico está mudo aunque lo siento bajo mis pies y sé que sigue frenético, como siempre. Tampoco escucho la algarabía que estarán formando esos niños. No importa. Ya les oí muchas veces. Hasta luego a ti también, aunque no te haya escuchado. He leído tus labios. El clic, clac de las llaves al entrar tampoco suena hoy, pero ya me estoy acostumbrando. No sé si el agua al caer sobre el vaso debería hacer glup, glup, o chusssss… no me acuerdo muy bien, pero es embriagador también verla verter sin emitir sonido. Tengo el poder, a veces, del silencio. Otras, el zumbido dentro de mi cabeza no me permite disfrutarlo. Pero hoy sólo hay calma. Este papel roza con el de abajo y yo tampoco lo percibo, es otro gesto mudo, como tantos. Mi móvil vibra. Debe de ser publicidad o algún despistado. Quienes me conocen envían mensajes escritos. A ver si en algún canal programan una película subtitulada, pero no, sólo hay reallitys. No me gusta la tele. Me pongo nerviosa cuando la gente discute. No les entiendo. No sé qué dicen y se dan la vuelta sin parar. Veo la luz del pasillo. Ya has llegado. Desde el día que me diste aquel susto de muerte no has vuelto a olvidar nuestro código de advertencia. Yo también te quiero. Siempre te esfuerzas por que reconozca tu frase favorita. Después, ya no tanto. Ya me he perdido. No pasa nada. Sé que estás alterado, por los clientes, por las facturas, por ese capullo (eso sí lo he entendido aunque no sé a quién te refieres…), por los de la obra y por cualquier otra cosa. Los hielos en tu vaso harán clic, clic ¿no? Y la coca-cola pschiiiiii… Ya estás más tranquilo ¿eh? Tus besos en mi nuca deberían tener sonido pero se han callado para siempre. A veces te entristece, lo sé. Pero tú tienes que continuar con tu vida sonora, ruidosa, escandalosa, chillona, atronadora. Quiero que me digas esas cosas que no oigo. Quiero que me hables sin parar, que me pongas tus canciones, que me sigas gritando “ya estoy en casa”… Así me gusta. ¿Ves como sabes hacerlo? Quiero que mis otros sentidos te escuchen. Cuando hacemos el amor oigo de nuevo, estoy segura. Esa música me suena. Hay violines, ¿a qué sí? Yo también te quiero. Ahora estoy cansada, tengo sueño. Sssschuuuuussssss. ¡Silencio!
María
Publicado el 28 de mayo de 2006
Creo que me he pasado el semáforo en rojo. Bueno, no hay polis por ahí. Venga ya, María no me vengas con sermones. Últimamente te pasas todo el tiempo diciéndome lo que debería hacer y no hago, lo mal que llevo mi vida, el daño que le hago a todo el mundo. Estoy empezando a cansarme de ti ¿sabes? Tú, desde tu pedestal, te crees con derecho a juzgarme pero soy yo quien decide, y no tú, aunque no lo puedas soportar. ¿Y éste qué se cree, adelantando por la derecha? Ya sé lo que me vas a decir, lo de siempre, que debería acabar con todo esto cuanto antes y contárselo todo a Enrique, pero yo no estoy tan loca como tú. Yo no puedo hacer esas cosas y quedarme tan tranquila. Aunque a ti no te lo parezca, tengo conciencia ¿sabes? Lo sé, de verdad María, sé que no es justa esta situación para nadie, pero no me hagas culpable de todo a mí. Enrique también tiene vela en este entierro ¿sabes? Si él se hubiera portado como esperábamos de él… Pero venga, dale, que ya está en verde… No, María, no. No es tan fácil. Ahora no puedo hacer marcha atrás, como si nada de todo esto hubiera ocurrido. No puedo decirle a Sergio que no venga más, que me lo he pensado mejor y que mi marido se merece otra oportunidad. Bien, María, pero dónde estoy yo en todo esto. ¿Qué hay de lo que yo siento? Tú sólo hablas de lo que es justo o no, pero ¿y mis sentimientos?, ¿dónde quedan en todo esto? No soy egoísta, no me digas eso porque no es cierto y tú lo sabes, mejor que nadie. ¿Pero este capullo va a seguir a cincuenta toda la Gran Vía? Va, acelera, hombre. Ya basta, María, de verdad. Estoy agotada de estas conversaciones que no nos llevan a ninguna parte. ¿Podrías desaparecer una temporada? Seguro que cuando vuelvas estoy más tranquila y lo he solucionado todo yo solita, sin que me atosigues con tus valores. Vaya, otro semáforo en rojo, pero éste estaba en ámbar ¿no?
– ¿Puede dejarme su carné de conducir, señora?
– Sí, claro agente, aquí tiene.
– ¿Es usted María Suárez?
– Sí, sí.
Pues sepa, María, que tiene una denuncia por saltarse el semáforo en rojo.
La tregua
Publicado el 28 de abril de 2006
Me gusta la cebolla, aunque me haga llorar. Sin embargo, detesto el olor que se queda en mis manos después de cortarla. Hago como mi abuela, que pelaba las cebollas con los guantes de fregar. El sol tímido de mediodía entra por la ventana de la cocina y reconforta mi cuerpo, entumecido ya por un invierno que no acaba de marcharse, y alivia mi mente, agotada por eternas discusiones que siempre retornan. La cebolla entre mis manos se me desdibuja por las lágrimas que vuelvo a verter. Me sobresalta la llave de Mario en la cerradura y oigo que entra indeciso, arrastrando los pies. Tarda demasiado tiempo en recorrer el pasillo, y sin embargo yo necesitaría una eternidad para enfrentarme otra vez a él. Supone que aún estoy enfadada por lo de anoche. Por fin aparece en la cocina y me dedica una modesta sonrisa, sincera y cálida que puedo intuir más allá de mi mirada borrosa, en el contraluz de la puerta. Se alegra de verme, y yo también; pero tiene razón, aún estoy enfadada. Se acerca, cada vez más seguro, respaldado por la mirada tierna que no puedo impedir concederle. Recoge mis lágrimas con el pulgar y me alegro de que crea que lloro por la cebolla. Me besa suave, húmedo, en la otra mejilla. Su respiración tibia se instala en mi pelo. Necesito que este instante dure eternamente, una tregua sin fin. Cinco lentas respiraciones que interrumpe con un beso furtivo con el sabor salado de mis propias lágrimas. Sonríe, esta vez vencedor. Estoy segura de que sigo enfadada. Sus bíceps firmes me cobijan desde detrás y no puedo evitar apoyar la cabeza en su hombro, abandonada a sus deseos. Acerca sus labios a mi oreja y susurra “perdóname”. Quiero zafarme de sus artimañas pero ya he contado, impotente, seis ligeros roces de su boca en mi cuello. Ya no puedo sostener el cuchillo en mis manos y se resbala entre mis dedos como se me escurren los motivos de mi resistencia. Cierro los ojos, las últimas lágrimas brotan, casi más por la evidencia de la batalla perdida. Mis manos enguantadas se enredan en su pelo y el olor a cebolla lo llena todo.
Un cuento para soñar
Publicado el 24 de agosto de 2005
Publicado en el libro de Cruz Roja 20 historias para la paz (2005)
La niña tiene tu edad, seis años. Un día como cualquier otro, jugando sola en la playa, oye tras un montículo alto de arena varias voces masculinas que le llaman la atención. Se oculta tras la montaña y tratando de escuchar entiende, entre murmullos, que van a quedar esa noche para zarpar en una barca pequeña, que los hombres señalan sin cesar. Espera a que se marchen para bajar hasta la barquita. Encuentra una barcucha, de las que llaman patera, vieja y desconchada con dos mantas sucias y una botella de agua medio vacía.
La niña se esconde, sabe lo que esos hombres van a hacer. Es igual que cuando su hermano mayor se marchó, con sólo quince años. Ahora ya tiene diecisiete y ha prometido que no lo volverá a hacer nunca más. La niña no cree a su hermano, ella ve la huida en su mirada. A lo mejor esta vez no es él quien se marcha.
La niña no quiere volver a ver a su hermano, ni a ningún otro, regresar con los ojos perdidos en el fracaso, con la angustia de contar a sus familias las ilusiones frustradas, con sus cuerpos maltrechos y algunos malheridos. Pero no puede hacer nada. Sabe que se seguirán yendo y que, tal vez, algún día incluso le toque a ella huir de su hogar, de su madre, de sus hermanos, de su playa… Le saltan las lágrimas por ella y por los que no ha vuelto a ver, como su primo mayor.
La niña termina durmiéndose acurrucada en la barca, mecida por una suave brisa marina. Sueña con que el mar le habla y le cuenta que los que han zarpado esa noche han llegado a su destino sanos y salvos y han conseguido entrar en los países donde se puede comer y llevar ropa nueva y zapatos. Se despierta contenta y regresa a casa para cenar.
La niña cena un trozo de pan junto a sus ocho hermanos. Falta el mayor. Su madre dice que se ha ido a buscar otro pozo de agua porque se ha secado el que encontraron el año pasado.
La niña sabe que su hermano se irá a buscar el pozo más allá del mar. No dice nada, si no es esta noche lo hará otro día, así que le deja marchar. No quiere volver a la playa mientras los demás buscan a sus hijos, hermanos y amigos sabiendo lo peor. Temen que no regresen nunca pero mantienen la esperanza callada de que a ellos, esta vez, les haya ido bien.
La niña regresa a su playa una semana después. Jugando en la arena se encuentra una gran caracola. Nunca había visto ninguna, suponía que venía del mar y la examinó con detenimiento y curiosidad. En uno de sus movimientos con la caracola se la colocó en el oído y escuchó el sonido marino que todos los niños oyen en cualquier parte del mundo.
La niña supo que era el mar quien le hablaba, como en su sueño, para contarle que su hermano está bien y que, esta vez, sí que ha conseguido llegar a ese sitio donde le darán de comer y podrá llevar zapatos. A lo mejor, hasta envía unos para ella.