Una noche de tormenta
Publicado el 23 de agosto de 2018
En una noche de tormenta se apagaron las luces. No encontramos velas; encendimos dos cerillas pero pronto se consumieron. En una noche de tormenta entré en pánico. Aquel portazo me confundió. El atizador estaba a mis pies. En una noche de tormenta, como hoy, entré en la cárcel.
La playa
Publicado el 7 de julio de 2018
La arena, los nanos, Piluca, mis suegros, las toallas, las hamacas, la sombrilla, la peste a coco, ya estamos todos. Menuda barriga se ha echado Borja este invierno. Yo no, con el ejercicio que le he pegado a la Manoli en el despacho me he puesto en forma. Le tendré que recomendar a Borja mi entrenadora personal, aunque no parece que le haga falta, porque esa barriga de Cayetana es que van a por el cuarto. Menos mal que Piluca no es de esas y se ha conformado con dos, aunque si me los hubiera pedido se los habría dado. Total a mí no me dan faena, y así ella está entretenida y no me da la paliza. Antes sí lo hacía: que si no estás nunca, que si hueles a perfume de mujer, que si qué me vas a regalar por nuestro aniversario, que si cuándo me vas a comprar un chalet… Y entonces se me encendió la bombillita, y en qué buen momento: chalet, apartamento en Canet y los mellizos. Hale, todo a la vez, y así yo campo a mis anchas. Lo único bueno que tiene la playa: que te dejan tranquilo. Bueno, eso y aquel par de tetas… tendré que ejercitar mi inglés.
Sigue sonriendo, Alonso
Publicado el 1 de junio de 2018
Hace veinticinco años que Alonso es viudo. Veinticinco años que está enfadado con su Adela por haberle dejado solo tan pronto; por no haberle insistido cuando eran jóvenes para que él aprendiera a hacer las cosas de casa, por haber sido tan perfecta que nadie ahora le llega a la altura de los talones, pero sobre todo, está enfadado con ella y consigo mismo, por haber malcriado tanto a sus tres hijas. Está convencido de que es por la educación de su madre, en la que él delegó, por la que sus hijas están siempre necesitándolo para que les cuide a los niños, para que les deje la llave a sus asistentas, para que él ayude al mayor con las matemáticas y lleve al parque a los pequeños. Aún les tiene que hacer a las tres la comida, y a dos de sus yernos, porque el tercero está en Alemania trabajando que si no también, para que tengan dónde comer al salir del trabajo, y él tiene que recoger la casa y luego ir a por dos de los nietos a la guardería, y a por los otros tres al colegio. El del instituto ya vuelve solo pero hay que hacer con él las ecuaciones de segundo grado porque ha suspendido el segundo trimestre. Alonso no solo está cansado de tanto viaje, y menos mal que sus hijas se han puesto de acuerdo en elegir colegio cerca de su casa, sino que está triste. Triste porque sus hijas no se den cuenta de que él necesita un respiro, por que sean incapaces de hacer sus propias tareas por ellas mismas, por que nadie, ni su Adela ni él, hubiera sabido enseñarles a pensar en los demás.
Ahora, hace veinticinco años que es viudo, tiene ya 72 y está triste y cansado, pero sigue recogiendo a dos nietos de la guardería y a tres nietos del colegio y sigue jugando con ellos en el parque y riendo con los cinco como si fuera uno más. Ese parque donde no hace mucho ha encontrado a otra abuela a tiempo completo que se llama Ana, a quien algunos chavales de la edad de su nieto mayor llaman doña Ana. Esta tarde, Alonso le ha preguntado por curiosidad por qué es doña, y Ana le ha contestado que porque fue profesora de aritmética en el instituto de su nieto mayor, y Alonso ha sonreído. Ha sonreído porque le gusta Ana y le gusta que sea doña. También ha sonreído porque Adela, cuando estaba enferma, siempre le decía que siguiera sonriendo, que era el recuerdo de él que quería llevarse, porque fue con su sonrisa como le conquistó. Y Alonso sonríe pensando en Adela, pero también pensando en Ana, y lo bien que le vendría ahora una profesora jubilada de aritmética.
El 10 que necesitaba
Publicado el 23 de mayo de 2018
Samuel tenía 17 años, un chaval de buena familia, el típico niño mono, rubito con ojos azules, pero era un poco gay. Y digo “pero” porque a Carla le gustaba su amigo Samuel y no sabía si ella a él también. Quedaban a estudiar, hacían los deberes juntos, salían en pandilla al cine. Carla era de matrículas, Samuel, de notables. Ella quería hacer Medicina, él Coreografía y ciencias de la danza. En unos meses se separarían. Ella se quedaría en Valencia y él se tendría que marchar a Madrid o Barcelona. Pero Samuel necesitaba un 8 en el Selectivo y por eso se arrimaba al cerebro de Carla para que le explicara las tablas de verdad de Filosofía o el pronombre de relativo de Castellano. Carla se había enamorado de verdad y su mente de matrícula le decía que no debería, que tal vez solo se estaba aprovechando de ella, como otras veces ya le había pasado, que él era muy gay y que solo era su amigo, que aunque estuviera enamorado de ella, él prefería marcharse a bailar ballet clásico… ¿Y dónde quedaba ella? Carla siempre había sido una niña buena: pelirroja, tímida, insegura, de las empollonas que nunca había roto un plato, pero se había encaprichado de Samuel. Estaban nerviosos por el Selectivo. Se jugaban su futuro inmediato, su amistad, su relación, y esa tabla de verdad se le seguía resistiendo a Samuel. Carla le entregó una tabla manipulada que no era de verdad, sino de no verdad. Se metió la mano en los bolsillos y silbó. Ella sí sacó el 10 que necesitaba.
Tardará
Publicado el 4 de mayo de 2018
El sudor frío le resbala en los zapatos, zapatos de novio, traje de novio, anillos de novios en su chaleco. Ella se retrasa. Su futura suegra se acerca a él: «ya han salido —le dice— no tardará». Y él sabe que sí tardará. Tardará porque siempre tarda; tardará porque tardó en su primera cita, aunque él no le dio importancia, hace ya doce años, cuando ambos cumplían aún veintidós; tardará porque tardó en decirle que sí, seis años después de aquella vez que se lo pidió, con apenas dieciséis; y también con diecisiete, y dos veces con dieciocho y hasta tres con diecinueve. Siempre le decía que no. Dejó de intentarlo con veinte y con veintiuno y por eso sabe que con veintidós le dijo que sí, porque había dejado de intentarlo. Tardará porque también tardó en decirle sí quiero a esta boda; que si aún no estamos preparados, que si será un disgusto para mi madre, que si no tenemos dinero, que si no quiero tener hijos tan joven, que si mi trabajo, que si el tuyo, que si mi ascenso, que si el tuyo. Y por eso sabe que tardará.
El sudor frío le resbala en los zapatos, esos zapatos de novio que no tardarán en salir corriendo hacia otra vida en la que nadie le ponga freno, y no tarden tanto en decirle que sí.
Perdiendo la sombra
Publicado el 23 de abril de 2018
Juanito sale de la fábrica a las seis. El jefe le ha dejado irse una hora más pronto porque hoy es el desfile de Moros y Cristianos y él sale en la comparsa de los Moros Viejos de capitán de su escuadra. Está feliz porque estrena sable y este año va a llevar un caballo abriéndole paso. Sabe que mañana tendrá que salir a las ocho, pero no le importa. Mañana desfila su novia y no podrá verla pero hoy desfila él y ella estará allí para enorgullecerse de él. Cuando baja por su calle se da cuenta de que está cortada por el desfile y no puede llegar hasta su garaje, un pequeño contratiempo que no va a estropear un día de gloria. Da la vuelta para buscar aparcamiento y se aleja bastante porque no hay sitio. Le hubiera valido la pena dejar el coche en la fábrica y haber bajado andando pero ahora ya está hecho y debe aparcar. En un semáforo contesta a los whatsapps de los amigos de comparsa. «Estoy negro, tíos. No puedo aparcar y ya tendría que estar vistiéndome». En el siguiente semáforo lee las respuestas: «Yo no encuentro el chaleco». «Aparca en mi calle, tío». Juanito contesta: «Eso está a tomar por culo». Sigue buscando sitio pero acaba bajando a la calle de su amigo, a tomar por culo. Y Juanito cada vez está más mosqueado. Para esto no salgo una hora antes. Hubiera podido ir andando y ver mañana a María. Llega a casa sudando, su madre preocupada por la hora: «Juanito, ¿quién te maquilla?». «Pues tú, mamá, joder, como siempre». Su madre le ayuda en todo y él sigue con el whatsapp: «¿Cómo vais tíos?». «Estamos en la plaza. Solo faltas tú». Pone miles de emoticones de caras cadavéricas, expresando los nervios que tiene y el cabreo con la situación. «Ya casi estoy. No salgáis sin mí». «Ya nos toca», lee en el móvil. «Cabrones», contesta, perdiendo su sombra en el whatsapp.
Haciendo memoria
Publicado el 18 de abril de 2018
«Un flecha en un campamento…», «Juventud de Cruz Roja, adelante…», «Eran tres alpinos que venían de la guerra…», «O bella ciao…»; Llevábamos ya dos horas cantando los seis a grito pelao las canciones que habíamos aprendido en el campamento. Tres iban sentados en el asiento de atrás del Citroën GS junto a la yaya y los otros tres íbamos en el maletero, entre las bolsas de la ropa, la comida y la nevera de las excursiones. Mi padre conducía y mi madre llevaba encima a Frodo, el pastor alemán de la familia, como si aún fuera un cachorro aunque ya tuviera tres años. Solo tres éramos hijos de mis padres. Los otros tres eran primos. Dos, hermanos entre sí, y la otra, hija de otro tío. Pero las curvas hasta llegar a las cumbres donde estaba el chalet eran peligrosas. La yaya le hincaba las uñas a mi prima en cada giro que hacía el coche hacia el barranco. Por suerte, o no, yo estaba en el maletero. Un camión cargado de los troncos del incendio del año anterior bajaba a mucha velocidad ocupando toda la carretera. Mi padre tuvo que echarse a un lado justo donde el quitamiedos de piedra estaba roto. La rueda trasera derecha quedó suspendida sobre el barranco. Ahí estaba yo. Me asomé por la ventanilla y vi aquella magnitud de la naturaleza como si yo ya fuera un pájaro volando hacia el más allá. El camión pudo pasar. Se oyó cómo la respiración de los nueve comenzaba otra vez. En cuanto las cuatro ruedas del coche volvieron al firme nosotros seguimos con lo nuestro: «Eran tres alpinos que venían de la guerra…».
La una, la dos y la tres
Publicado el 25 de marzo de 2018
Las cinco, las seis, las siete. Hoy no llegan las ocho. La una, la dos, la tres. La tres y la otra. ¡La que faltaba! Venga, Pepe, que ya queda menos. Menos. Menos veinticinco, menos veinte, menos diez. ¿Y ahora qué? La una, la dos y la tres. La una que si el novio, que le voy a dar una hostia que le voy a poner la cara del revés; la otra que los suspensos, que no tiene ni puta idea de lo que es trabajar; y la otra, que ni me la toquen, eh, que me lío a hostias con to Dios. ¡Y luego la otra! Pepe, la basura; Pepe, las notas de la dos; Pepe, no me va el coche. Pepe, ¡la hostia en vinagre! Si es que ya no puedo más. Pepe la basura, Pepe el perro, Pepe la pequeña, el baño, la cena, el cuento. Pepe, la del novio. Y ¿qué hago? ¡¿La mato?! Pepe, no va el grifo. Y yo qué sé. Soy cristalero, no fontanero. Pepe, las fracciones de la dos. ¡Me cago en las fracciones! Y ahora la que faltaba. Pepe, tengo frío en los pies. Mari, que después de los pies, que después de los pies, que después de los pies…
Círculos viciosos
Publicado el 15 de marzo de 2018
Julia se levanta de la cama del hotel con el pie izquierdo. Chema ya se ha ido. Tenía que llevar a su hijo al entrenamiento y no podía fallarle otra vez. Ella no se ha dado cuenta de cuándo se ha quedado sola en aquella habitación 521 que ya empieza a serle familiar a su pesar. Su alarma no ha sonado a la hora o tal vez no la ha escuchado o este móvil es una castaña y lo tiene que cambiar. El caso es que sale de entre las sábanas que aún huelen a su noche y se da de sopetón con un retraso que no esperaba. La sonrisa del recepcionista del hotel se le antoja una mueca cínica de sabelotodo: «a ti qué te importa lo que yo hago con mi vida, gilipollas», aunque no se lo suelta a él sino más bien a sí misma mientras espera que el taxista que le ha ignorado se decida a parar en el siguiente semáforo. Su jefa le dedica una mirada de desaprobación por el retraso, su compañera otra sonrisilla de sabelotodo y su madre tres llamadas al móvil que no puede coger porque este cacharro está para cambiar y no le van ni las teclas. Su ex le avisa a las cuatro de que no va a por los niños; tiene una reunión. No tiene más remedio que coger otro taxi para llegar al colegio y dejarlos con su madre porque ella tiene también otra reunión. Sigue fallándole el móvil, porque no entra el whatsapp que espera de Chema, o quizá es que aún no ha pensado en ella en todo el día. Y suena como un loco en mitad de la sesión económica. Le suben los colores a la cara ante los responsables de finanzas de la empresa por el bochorno del sonido del Despacito que le ha dejado su hija en el móvil pero también por el tono del mensaje de Chema que ya no esperaba, y aunque le recuerda la noche que han pasado, también le da una patada en el estómago, y no sabe porqué, o tal vez no quiere saberlo. Cuando llega a casa su madre está disgustada con ella porque está llamándola toda la tarde porque no sabía qué hacerles de cenar a los críos y no le ha cogido el móvil ni le ha contestado a los whatsapps. Definitivamente mañana se compra otro. A las once y treinta y cinco no puede más y se va a acostar con la pequeña porque tiene mucha tos, y pone el despertador de la Barbie porque no se fía ya del móvil. Casi durmiéndose suena un whatsapp y piense si será Chema. Pero no; es su hermana. Otra con tonito de sabelotodo: «He recibido un whatsapp que te pega mogollón. Lee: “En la vida hay que evitar 3 figuras geométricas: los círculos viciosos, los triángulos amorosos y las mentes cuadradas”. Jajajaj… Te lo digo con amor, hermanita». Y Julia apaga el móvil. ¿Para esto sí funcionas?
Otra ratita presumida
Publicado el 15 de febrero de 2018
La ratita presumida sale de su casa temprano; lleva su bolsito, sus zapatitos de tacón, su vestidito con lunares rojos, su diadema de corazoncitos: una imagen entrañable de la más dulce ratita. Pero no se ha puesto a barrer su casita.
Un año atrás sí que es verdad que estaba la ratita barriendo su porche cuando todos los machos del reino se le acercaron a pedirle matrimonio. Es verdad que estuvo dudando entre el gato, el ratón, el león o el perro, y también es verdad que a ella le interesaba mucho qué harían por la noche, una vez que estuviera consumado ese casamiento. Sí que es verdad que el buche del gato le asustó, que las fauces del león casi se la engullen, que los ojos amarillentos del perro le dieron miedo y que el ratón que le aseguraba que en toda la noche no iba más que a dormir y callar le cautivó. Pero también es verdad que no le dio el sí quiero al silencioso ratoncito porque en el último momento pensó que no era tan importante lo que los machos del reino hicieran por la noche sino lo que ella quisiera hacer. Y entonces decidió no casarse con ninguno.
Esta tarde sale de su casa temprano porque ha quedado en recoger a su amiga la gatita coquetona para ir toda la noche a bailar, porque es más divertido que «dormir y callar».