Un arroz insípido
Publicado el 13 de febrero de 2015
El arroz estaba pasado, insípido, incoloro. En fin, asqueroso. Sabía que si lo probaba me iba a sentar como una patada en el estómago. Literalmente. Pero no podía dejar de comerlo. Tenía miedo a su reacción. Horas preparándolo para que llegara yo y le hiciera el desprecio. Serían sus palabras. Sabía que todo aquello era un numerito de celos, otro más… pero cómo evitarlo. Si comía, malo; vomitaría. Si no, peor; bronca. Y cogí la botella de coca-cola para beber a morro si no soportaba el arroz. Pero se me escapó de las manos, yo creo que por los nervios, y acabó en el suelo. La bronca estaba asegurada, comiera el arroz o no. El suelo marrón y pegajoso, los cristales por toda la cocina, y la cara de ella… Y no sé por qué me preocupé entonces por el escándalo que podría armar si montaba en cólera, como todo anunciaba. ¿Por qué pensaba en los vecinos, en lugar de en mí mismo, que pobre de mí, acabaría muy mal ese domingo? Fui a por las zapatillas de felpa de debajo de la cama para no dejar más huellas de coca-cola por toda la casa y para hacer tiempo y ver qué hacía con el maldito arroz pasado, insípido e incoloro. No hacía más que dar vueltas en círculo. Mi dormitorio, el baño, el salón, sin llegar nunca a la cocina donde estaban ella y el arroz. Mis pasos en círculo hacían ñic-ñic, por la coca-cola, pasos que acababan en el sofá. Podría no comer… por un día que no comiese… Ella estaba recogiendo los cristales, se oía el cri-cri con mala leche. Y la mala leche, ella lo sabía, le daba una belleza especial. Por eso nunca podíamos estar demasiado tiempo cabreados. Enseguida que yo vislumbraba las arruguitas de mala leche en su frente, me ponía cachondo. Y, de ahí a que le quitara la camisa, ni segundos pasaban. Pero esta vez ese final feliz parecía un espejismo. Podría ponerle sal al arroz para que estuviera algo sabroso sin que ella me viese e intentar comerlo. Sí, haría eso, iría a la cocina y al toro por los cuernos. Estaba decidido a comer aquello y seguir, seguir con mi miedo. Miedo a que comer el arroz asqueroso no fuera suficiente, miedo a que no me volviera a hablar en su vida o a que las arruguitas de su frente ya no me pusieran cachondo. Miedo a que aquel triángulo en el que me sentía tan cómodo se rompiera para siempre. Y así fue cómo un arroz pasado, insípido e incoloro acabó con mi felicidad.
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