Un octaedro de indecisión

Publicado el 27 de abril de 2015

Un octaedro de indecisiones se me presentaba aquella mañana. A mí que siempre me ha gustado la simplicidad. Esta vez todo se complicaba. Lo único que había concreto, seguro, cierto, era aquel olor al salitre del mar que no había manera de quitarme de encima. El preservativo femenino estaba sobre la mesa, envuelto, intacto, sin usar. Eso también era evidente y certero. Y también la desnudez de mi tristeza que no había manera de ocultar. Aquella mañana hacía calor, un calor que contrastaba con el frío de la noche anterior, un paralelepípedo de seis caras que todas me apuntaban a mí. El silencio no me ayudaba a decidir, al contrario, un tic-tac invisible se apoderaba de mi indecisión. Una mañana perezosa, lenta, salada; una decisión urgente que se negaba a aparecer. La sensualidad de la noche no me dejaba pensar en el nuevo día. Mi criterio se había quedado atrapado entre los cuerpos desconocidos. Pero las emociones sobraban aquella mañana. Mi decisión tenía que ser racional, libre de pasiones, de ataduras sentimentales. Un octaedro de desesperación se volvía a dibujar ante mí. No había tiempo que perder. No había demora. Ni el ventilador podía con aquel calor sofocante que contrastaba con el frío de la noche anterior, aquella noche en la que él había penetrado libre y valiente, sin protección. Y esa mañana la decisión no sería libre, ni siquiera valiente. Seguía agarrada a mi octaedro como a un tronco de árbol que me indujera seguridad. Mientras no decidiera seguía libre. Pero no podía retrasarlo más. Mi indecisión comenzó a oler a miedo. No era tan fácil como lo había planeado. El octaedro empezó a perder aristas y un triángulo de menos posibilidades se empezó a dibujar. Desde luego un consolador eléctrico hubiera traído menos problemas. Decidí tirarme a la piscina, y en ella tiré también las pastillas del día después. Un octaedro de indecisiones que redibujó un nuevo círculo.

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