Ya tengo un hogar

Publicado el 12 de agosto de 2015

No estaba en el convento por voluntad propia. Su padre, un terrateniente dueño de cuanto abarca la mirada, la había metido allí. Un hombre intransigente, de férreos principios, que casi la mata cuando la descubrió en la cama con la joven doncella que acababa de entrar al servicio de las hijas del dueño de la mansión. La amenazó con casarla con un hombre elegido por él si no entraba de monja en el Convento de las Trinitarias. Ahora no se arrepentía del curso que había tomado su vida pues allí dentro, entre esos muros de piedra, fríos y tristes, había conocido el amor de su vida.

Las dos tramaban día y noche planes de fuga, encuentros furtivos, ocasiones fugaces en las que juntar sus miradas o entrelazar sus dedos. Los muros de aquella cárcel no podían frenar una pasión que se alimentaba de mentiras, aunque sí podían esconderla. En los cinco años que estaba allí encerrada nunca recibía cartas, jamás una noticia de fuera, y mucho menos una visita. Pero aquel día cambió su vida para siempre. La hacía llamar su mismísimo padre, no con una orden, no con una exigencia, ni con un mandato, sino con un ruego, una súplica.

Viejo, cansado y abandonado por unos y otros, venía a pedirle que saliera del convento para hacerse cargo de él, a cambio de que fuera discreta. Le ofrecía su herencia, sus tierras, su casa, su apellido. En una milésima de segundo la mirada de la chica le respondió, una mirada que el padre sólo entendió al escuchar de sus labios: “padre, yo ya tengo un hogar, no necesito una casa”.

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