La metamorfosis de Silvia
Publicado el 12 de octubre de 2022
En los cuentos, las ranas se convierten en príncipes azules, pero en la vida de Silvia, la realidad era capaz de superar con creces a la ficción.
Quería levantarse pronto. Tenía juicio a las nueve de la mañana en la Ciudad de la Justicia. Un divorcio sin acuerdo. Nada del otro mundo. La mujer le puso los cuernos y abandonó el hogar con tres hijos pequeños. Ella llevaba la representación del hombre. Iba a ganar, seguro. Pero las piernas no le obedecían. Aún no se imaginaba lo que esa mañana le iba a deparar. Se sentía viscosa. Húmeda. El otoño que no acababa de llegar le había provocado una noche de insomnio. El cuerpo le pesaba. Parecía que llevara toda su casa a cuestas. Todas sus presiones.
Juanjo se había ido a mediodía tras un portazo. «No aguanto más, Silvia. El trabajo no puede estar por encima de lo nuestro. Siempre vas acelerada. No merezco vivir bajo tu ritmo». Estuvo todo el día esperando una disculpa que no llegó. Incluso pensó que aparecería en su piso como otras veces. Pero tampoco ocurrió. Sentía en la boca del estómago que ese portazo había cerrado más que una puerta. Al recordarlo todavía tumbada en su cama, sabiendo que llegaba tarde, empezó a sudar y temblar. El sudor era denso, húmedo y frío. Seguía pegada a las sábanas.
A decir verdad, todo el día anterior habría sido digno de ser borrado. Atrapada en esa cama, envuelta en sus propias babas, recordó las palabras de la gitana que le tocó en el turno de oficio. Ella llegaba tarde. Venía de otra sala y no le pareció un caso tan importante como para preparárselo a fondo, aunque la gitana le había pedido que se tomara su tiempo. «No puedo pagar la multa del Ayuntamiento. Mi puesto no tiene licencia, pero el del Rodolfo tampoco y a él no le trincan porque es un payo». Pero Silvia no se esforzó. Total, si no la pillan ahora lo harán el mes que viene. Además, debía preparar una presentación para el bufete. No tenía tiempo que perder en esas minucias. Aún no había recibido el portazo de Juanjo. No podía adivinar lo que le esperaba.
Pero fue en esa cama atrapada, sin poderse levantar, viscosa, húmeda y lenta, cuando empezó a entenderlo todo. Recordó palabra por palabra la sentencia de la gitana al perder su caso: «Niña, que Dios te envíe el castigo que te mereces». Y ella, que no creía en Dios ni en las maldiciones, tuvo una absoluta certeza: en los cuentos de hadas, los sapos se convierten en príncipes, pero en su vida real, las abogadas aceleradas se convierten en caracol.
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