Martes a las doce
Publicado el 12 de diciembre de 2022
Dudaba de poder resistir más tiempo aquel frío. El tintero estaba congelado y no había forma de escribir en aquellas condiciones. El barco estaba encallado entre grandes bloques de hielo y el olor a podredumbre era cada vez más repugnante. Por todos los medios necesitaba enviar aquella misiva. El hambre pegaba mis tripas. No podía alimentarme más que de recuerdos. De aquellos meses de la siega cuando iba con padre a recoger el trigo que después convertiría madre en aquellas hogazas tiernas y calientes. Pero esos recuerdos no llevaban más que a la desilusión de encontrarme en un barco abandonado, a la deriva entre el agua congelada y sin nada que echarme a la boca. Era ya de madrugada cuando me sentí desfallecer. El cuerpo no me respondía. Podía sentir el aliento de la muerte pegado a mis espaldas. El olor de los que ya habían caído en ella me lo recordaba. Decidí subir a cubierta. Prefería morir congelado en la superficie que quedar sepultado en la bodega entre los cuerpos que aún se balanceaban por efecto de la tormenta. Lo intenté, al menos. Subí cada escalón con la esperanza de un enamorado. Y de mis súplicas apareció rodando una patata, congelada, casi podrida, pero al menos algo de alimento para aguantar algunos minutos más. No sabía qué día sería de la semana. Sabía que tenía que aguantar hasta el martes a las doce, cuando llegara el navío con la correspondencia, pero el tintero estaba congelado y no había podido escribir ni aquella nota de auxilio. La correspondencia del martes debía traer una tarta. Hubiera sido el cumpleaños del capitán. Pero estaba sepultado bajo los cuerpos de su tripulación. Los dados de la fortuna habían salido a muerte. No hacía falta tener mucho olfato para saber cuál sería mi destino: la noche infinita. La luz del mástil se rompió tras su última reverberación. Solo me quedaba rezar. Los labios helados se me quedaron estáticos en el primer padrenuestro, aunque yo seguía rasgando el papel con la pluma congelada junto al tintero. A lo lejos podía distinguir luces. Podrían ser los faros de un puerto. Tal vez ya fuera martes a las doce y llegara el navío de la correspondencia. La piel de la patata se me quedó áspera en la boca a mitad del padrenuestro. Al menos moriría en la intimidad. Sin nadie que sufriera viendo mi última agonía. Y entonces, Dios me habló: «Ten confianza, muchacho». Y a Dios hay que obedecerlo. Tal vez sí que fuera el martes a las doce.
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