¿También creéis que soy gilipollas?
Publicado el 23 de marzo de 2023
Ya sé que no es sano tener pánico del elemento con el que trabajas, joder. No hace falta que me digáis cada dos por tres que he arruinado mi vida dedicándome a transportar butano. Odio volar y odio el gas. Volar, porque soy ‘cagao’, no hay más. El gas, porque, de pequeño, me intoxiqué con la bombona de butano que mi abuela utilizaba para llenar su ‘casica’ de calor en los fríos inviernos de La Mancha. La pobre mujer apenas veía y estuvimos toda la noche respirando gas. Ella ya no lo contó, y yo me quedé ‘traumatizao’, joder. Pero no me tengáis lástima, que paso de eso. Y, como paso de eso, me hice con una empresa de botellas de butano para superar los miedos. ¿Qué pasa? Cada uno lo hace como puede. Después de ocho años de terapia echados a la basura, no me quedaban muchas más opciones. ¿Que por qué me dio por transportarlas en avión? Porque el mercado es así. ¿Que por qué me dio por subirme al avión cada vez que hay un puto viaje que hacer? Porque soy el jefe, joder. Mis empleados me toman el pelo cuando tengo que entrar al servicio tres veces seguidas antes de coger el maldito avión. Me cago encima, literal. ¿Vosotros también creéis que soy gilipollas?
Naturaleza enclenque y enfermiza
Publicado el 18 de febrero de 2023
Los miércoles toca natación después del colegio. Odio la natación. Mamá dice que tengo que ir por prescripción facultativa. Siempre dice esas palabras «prescripción facultativa», que quieren decir que soy enclenque y de naturaleza enfermiza, por lo que debo hacer ejercicio. Como llevo gafas no puedo ni practicar el rugby ni el baseball ni el boxeo. A veces me dejan jugar al baloncesto, pero, como soy enclenque y de naturaleza enfermiza, siempre estoy en el banquillo. Entonces, me toca ir a natación. Aquí en Illinois, Chicago, llueve casi todo el invierno, o nieva, que es peor, así que cuando voy a natación y salgo con el pelo mojado casi siempre me constipo. Lo que quiere decir que ir a natación no ayuda nada con mi naturaleza enclenque y enfermiza.
Por eso, los miércoles yo preferiría quedarme en casa montando y desmontando mis robots y releyendo las cartas de papá, que suelen llegar los lunes, desde Kuwait. Hace dos años que se fue a una plataforma petroquímica y desde entonces solo lo he visto una vez, cuando el entierro del abuelo. Mamá dice que tengo que ir a natación para que papá esté orgulloso de mí cuando regrese y ni me reconozca de lo alto y corpulento que me voy a quedar. Yo no le quito la razón por que no se desilusione, pero no creo que la natación haga milagros, sobre todo, porque me paso el tiempo escondido detrás de los más grandes para que el monitor no me pida tirarme por el trampolín.
Hoy es miércoles, sí. Cuando llego con Britney al complejo deportivo hay un revuelo de gente. Britney es mi aupair. A otros niños les recoge la niñera, pero a mí me recoge la aupair. Mamá pronuncia «aupair» igual que «prescripción facultativa». Dicen que la tormenta eléctrica ha estropeado la climatización de la piscina. Los otros niños y sus niñeras deciden entrar. Aún es octubre y no hace frío para suspender la actividad. Britney no sabe qué hacer. Llama a mamá. Cuando cuelga me guiña un ojo. Es la primera vez que mi naturaleza enclenque y enfermiza me libra de ir a natación.
«Me lo vas a decir». Premio Roma Valencia Romántica. Editorial Tinturas
Publicado el 25 de enero de 2023
Él la espera nervioso. Le ha sonreído por no besarla. Le ha dicho en diez minutos en la cafetería porque no se le ha ocurrido otra cosa. Y ahora no sabe si han pasado diez, quince o veinte minutos, como si hubiera pasado media vida porque él la hubiera esperado. Lo sabe sobre todo cuando la ve. Es como una brisa. Su pelo se mueve con ella. Sus pies no pisan el suelo. Su sonrisa ilumina allá donde entra. Sus pecas se difuminan cuando él las mira. Sus ojos fijos en él le hacen cosquillas en todas partes. Es preciosa. Y no sabe cómo parar lo que está empezando a notar cuando aparece y también cuando desaparece. Debe contestar esas dos malditas preguntas y volver a su rutina lejos de ella.
Fallos en el oráculo
Publicado el 18 de enero de 2023
Eloísa Sarmiento, tienes un cero en Caza de hormigas gigantes. No debería sorprenderte después de que tu hormiga acabara en las cocinas asustando a la pobre señora Potts, que todavía está reponiéndose. Tu primer error fue dejar la puerta de la celda de tu hormiga abierta a medias. Debe salir libremente, porque, con la fuerza que tienen abaten las compuertas pudiendo echarte a tierra con una de ellas, como te ocurrió. Tu segundo error fue salir tras ella. A la hormiga gigante hay que encararla. Solo tienen un punto débil y está delante. Lo único que conseguiste fue cansarte tú y acabar debilitándote. Tu tercer y más grave error, gritar como una loca cuando se giró sobre sus patas para defenderse. El sonido la atrajo hacia ti. Salir huyendo hasta las cocinas tampoco ayudó. Eloísa Sarmiento, ¿quieres saber el resto de tus notas? Me temo que el semestre no ha ido muy bien. En Iniciación al vuelo tienes un tres. Arrasar a tus compañeros no fue un buen aterrizaje, aunque conseguiste alzarte, de ahí el tres. En Magia universal, un cuatro. Siento lo de tu pelo. En Caza de dragones, otro cero. Espero que tu padre no sea muy duro contigo por este fracaso, pero temo que sea demasiada humillación para el capitán de cazadores de dragones del reino. Lo siento, de veras. Ay, Eloísa Sarmiento. No sé qué vamos a hacer contigo. Tu destino dice que serás la mejor cazadora de hormigas gigantes de todo el mundo mágico. Me pregunto si no se habrá estropeado el oráculo.
Martes a las doce
Publicado el 12 de diciembre de 2022
Dudaba de poder resistir más tiempo aquel frío. El tintero estaba congelado y no había forma de escribir en aquellas condiciones. El barco estaba encallado entre grandes bloques de hielo y el olor a podredumbre era cada vez más repugnante. Por todos los medios necesitaba enviar aquella misiva. El hambre pegaba mis tripas. No podía alimentarme más que de recuerdos. De aquellos meses de la siega cuando iba con padre a recoger el trigo que después convertiría madre en aquellas hogazas tiernas y calientes. Pero esos recuerdos no llevaban más que a la desilusión de encontrarme en un barco abandonado, a la deriva entre el agua congelada y sin nada que echarme a la boca. Era ya de madrugada cuando me sentí desfallecer. El cuerpo no me respondía. Podía sentir el aliento de la muerte pegado a mis espaldas. El olor de los que ya habían caído en ella me lo recordaba. Decidí subir a cubierta. Prefería morir congelado en la superficie que quedar sepultado en la bodega entre los cuerpos que aún se balanceaban por efecto de la tormenta. Lo intenté, al menos. Subí cada escalón con la esperanza de un enamorado. Y de mis súplicas apareció rodando una patata, congelada, casi podrida, pero al menos algo de alimento para aguantar algunos minutos más. No sabía qué día sería de la semana. Sabía que tenía que aguantar hasta el martes a las doce, cuando llegara el navío con la correspondencia, pero el tintero estaba congelado y no había podido escribir ni aquella nota de auxilio. La correspondencia del martes debía traer una tarta. Hubiera sido el cumpleaños del capitán. Pero estaba sepultado bajo los cuerpos de su tripulación. Los dados de la fortuna habían salido a muerte. No hacía falta tener mucho olfato para saber cuál sería mi destino: la noche infinita. La luz del mástil se rompió tras su última reverberación. Solo me quedaba rezar. Los labios helados se me quedaron estáticos en el primer padrenuestro, aunque yo seguía rasgando el papel con la pluma congelada junto al tintero. A lo lejos podía distinguir luces. Podrían ser los faros de un puerto. Tal vez ya fuera martes a las doce y llegara el navío de la correspondencia. La piel de la patata se me quedó áspera en la boca a mitad del padrenuestro. Al menos moriría en la intimidad. Sin nadie que sufriera viendo mi última agonía. Y entonces, Dios me habló: «Ten confianza, muchacho». Y a Dios hay que obedecerlo. Tal vez sí que fuera el martes a las doce.
Una improbable ternura
Publicado el 6 de noviembre de 2022
Cracovia, 1952. La misión era espeluznante. Nos habían preparado bien. Desmantelar aquel almacén de armamento nazi no iba a ser fácil. En nuestro destacamento éramos diez personas, además del capitán. No pude reprimir las náuseas y tuve que salir despavorida nada más entrar. Allí dentro había muerto mucha gente. Aún podías escuchar los gritos de auxilio sin apagar después de siete largos años. Yo era la única mujer del grupo y no podía por nada del mundo mostrar debilidad. Choqué con el capitán al salir para que mis compañeros no me vieran en aquel trance. Él me cogió de la cintura e impidió que echara a correr. Limpió mis lágrimas con una improbable ternura. Esa fue la primera vez que me cubrió. Después, hubo más.
La metamorfosis de Silvia
Publicado el 12 de octubre de 2022
En los cuentos, las ranas se convierten en príncipes azules, pero en la vida de Silvia, la realidad era capaz de superar con creces a la ficción.
Quería levantarse pronto. Tenía juicio a las nueve de la mañana en la Ciudad de la Justicia. Un divorcio sin acuerdo. Nada del otro mundo. La mujer le puso los cuernos y abandonó el hogar con tres hijos pequeños. Ella llevaba la representación del hombre. Iba a ganar, seguro. Pero las piernas no le obedecían. Aún no se imaginaba lo que esa mañana le iba a deparar. Se sentía viscosa. Húmeda. El otoño que no acababa de llegar le había provocado una noche de insomnio. El cuerpo le pesaba. Parecía que llevara toda su casa a cuestas. Todas sus presiones.
Juanjo se había ido a mediodía tras un portazo. «No aguanto más, Silvia. El trabajo no puede estar por encima de lo nuestro. Siempre vas acelerada. No merezco vivir bajo tu ritmo». Estuvo todo el día esperando una disculpa que no llegó. Incluso pensó que aparecería en su piso como otras veces. Pero tampoco ocurrió. Sentía en la boca del estómago que ese portazo había cerrado más que una puerta. Al recordarlo todavía tumbada en su cama, sabiendo que llegaba tarde, empezó a sudar y temblar. El sudor era denso, húmedo y frío. Seguía pegada a las sábanas.
A decir verdad, todo el día anterior habría sido digno de ser borrado. Atrapada en esa cama, envuelta en sus propias babas, recordó las palabras de la gitana que le tocó en el turno de oficio. Ella llegaba tarde. Venía de otra sala y no le pareció un caso tan importante como para preparárselo a fondo, aunque la gitana le había pedido que se tomara su tiempo. «No puedo pagar la multa del Ayuntamiento. Mi puesto no tiene licencia, pero el del Rodolfo tampoco y a él no le trincan porque es un payo». Pero Silvia no se esforzó. Total, si no la pillan ahora lo harán el mes que viene. Además, debía preparar una presentación para el bufete. No tenía tiempo que perder en esas minucias. Aún no había recibido el portazo de Juanjo. No podía adivinar lo que le esperaba.
Pero fue en esa cama atrapada, sin poderse levantar, viscosa, húmeda y lenta, cuando empezó a entenderlo todo. Recordó palabra por palabra la sentencia de la gitana al perder su caso: «Niña, que Dios te envíe el castigo que te mereces». Y ella, que no creía en Dios ni en las maldiciones, tuvo una absoluta certeza: en los cuentos de hadas, los sapos se convierten en príncipes, pero en su vida real, las abogadas aceleradas se convierten en caracol.
El próximo 1 de junio
Publicado el 14 de julio de 2022
Marina llegó a la playa el 1 de junio, como todos los veranos. Aún le quedaban exámenes on-line pero su abuela siempre la esperaba para el 1 de junio, cuando el ritual a San Justino para bendecir los barcos de la flota. El abuelo todavía salía con la pesquera por aquel entonces. Pero Marina tenía otros motivos para aparecer todos los 1 de junio para la fiesta de San Justino: Simón. Él vivía en el pueblo todo el año. Hacía tres veranos que acudía a la pesquera con su abuelo y otros veteranos. Pero Simón era inalcanzable para Marina. Cinco años mayor que ella. Ojos azul cielo, flequillo rubio rebelde, sonrisa traviesa, cuerpo trabajado ante las redes, bronceado más que natural. Marina se conformaba con observarlo de lejos. Ponerse colorada cuando se acercaba, temblar toda si se rozaban, casi desmayarse si conseguía una sonrisa. La noche de San Juan él le habló por primera vez. «Aparta, no te haga daño», le dijo cuando él iba a saltar la hoguera. Para Marina fue casi una declaración de amor. Pero necesitaba una prenda para no olvidar nunca esa noche. Aprovechó la oscuridad, la confusión, la embriaguez, la coartada, para guardarse en el bolso playero una de sus sandalias. Solo una. Como símbolo de la otra mitad que a él le faltaría sin ella. El 16 de julio, cuando la Virgen del Carmen, patrona de los pescadores, todos fueron a la ofrenda. Él volvió a hablarle: «Marina, dile a tu abuelo que le hago su turno del anda a la Virgen». Ella se atrevió a contestarle: «¿Tú no haces el primer turno?». Enseguida se sintió una acosadora. ¿A ella qué le imporgaba el turno que él hiciera? «Sí —contestó—, y tu abuelo el segundo. Dile que doblo los turnos. Ya no está para esos trotes». Ella alargó la conversación: «Gracias, Simón, se lo diré». Tres aspectos de ese diálogo se le clavaron a Marina como tres anzuelos. Primero: que supiera su nombre; segundo: que doblara el turno para evitárselo a su abuelo; tercero: que se dirigiera a ella para decírselo. En agosto la playa se llenó de desconocidos y ya no hablaron más. El 1 de septiembre inevitablemente llegaría y no volvería a verlo hasta el siguiente 1 de junio. Entonces, en un acto de valentía o desesperación, se atrevió a hacerlo. Colocó la sandalia robada en una botella que lanzó al mar junto a una simple nota en la que decía: «Marina». Él ya sabría dónde encontrarla el próximo 1 de junio.
«Veinticuatro días de septiembre». Colección Mil Amores
Publicado el 12 de junio de 2022
En el ascensor, interrumpiendo mi mantra «va a ir todo bien. Va a ir todo bien», Carbajal metió una mano por debajo del pantalón, directo a mi culo sin bragas. Era evidente que había visto que seguían colgadas del espejo del cuarto de baño. Tendría que volver a por ellas en algún momento. Nos besamos con todo. Con ardor, por el recuerdo de nuestra noche; con miedo a lo que pasaba fuera; con compañerismo, estábamos juntos en eso; con esponjosidad, significara lo que significara; con dudas, sobre lo que había entre nosotros, cada vez más confuso; con preocupación por lo que fuéramos a encontrarnos tras la riada; con rabia, porque en nuestra mente se cruzaran sentimientos que no eran relevantes en esas circunstancias.
En su paisaje mental
Publicado el 3 de junio de 2022
Primera cita. Han decidido ir al teatro. Ella lo ve al girar la esquina y se le disparan las pulsaciones. En su paisaje mental lo estaría besando. En la realidad le dice «Hola» con la mano y se pone colorada. Él sonríe también tímido. La barba no deja que veamos el rubor, pero la mirada huidiza lo delata. Las manos en la espalda, el balanceo con los pies mientras están en la cola. Aún no se han dicho más que «Hola, ¿qué tal?». «Bien, ¿y tú?». «Bien, también». Por fin se sientan. Penúltima fila. «Tendría que haber comprado las entradas por internet. Estamos muy atrás», se lamenta él. En su paisaje mental ella le cogería del brazo y le diría que con ir con él es suficiente. En la realidad casi sonríe y dice «No pasa nada. Aquí se ve bien». Pero su asiento está pringoso. Pone sin querer cara de asco. Él la ve y empieza a sudar. Se restriega las manos contra el pantalón de domingo. Ella también se fija. En su paisaje mental el asiento está limpio y ella le coge de la mano antes de empezar la función. En la realidad él pone su chaqueta sobre su asiento para que no se preocupe por lo pringoso de la butaca. En su paisaje mental se lo agradece con un beso apasionado. En la realidad deja caer la cabeza en su hombro. Él parece que quiere sonreír. Ella suspira. Comienza la función.